Dieciséis

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Cuando Rebecca arrancó, el aire frío inundó mi olfato y me dio un placentero escalofrío, y consigo, el delicioso aroma de coco terminó por alborotarme la sensatez. Era una atracción terrible, deduzco que quizá sea ambientador, pero no veo ningún aparato así. No podía creer que ese perfume pueda consumir dulcemente el oxígeno, drogándome. Cierro los ojos para disfrutarlo y me prometo preguntarle el nombre de su perfume algún día. El aire me bofetea con dulzura como si fuera la misma dueña dándome la bienvenida. Sonrío y ella me pilla. Era un camino onírico, digno de guardar silencio para sentir; la estación de la radio no daba señal de querer dañar esta situación formidable y nos regala una tierna canción en inglés. Las piernas de mi profesora se veían medias descubiertas y un palpitar en mi corazón, manifestando que me vuelvo una cría cuando estoy a su lado, me acelera el ritmo cardíaco, una tormenta cardíaca. Siendo franca, no me interesa en lo absoluto el frío, ni el carro, ni el olor. Lo valioso ahora es la morena manejando un poco desarreglada, con sus cabellos envueltos por una frente sudada y yo sentada junto con ella, con todo ese desorden que me fascina. Estábamos, no importaba lo demás, ni cómo, ni adónde nos dirigíamos, solo estábamos y para mí, solo eso basta.

Detiene el carro en un semáforo y en ese momento de espera recapacito que ninguna de las dos ha pronunciado una palabra y la miro para saber si le sucede algo, pero la desconcertada termino siendo yo: la detengo con una sonrisa en su cara al mirar para los lados y ver la calle vacía para seguir el camino. Esperaba al menos ¿dónde vives? Una pregunta natural para romper el brutal silencio que yacía a pesar de la radio encendida.

—Vivo en la Portete —alego precisando su mirada en mí y en efecto, la bella sonrisa que tiene a su favor (y que lleva la delantera de sus otras cualidades) se ensancha más y mi corazón da un vuelco gigante.

No, definitivamente, no tiene idea de lo que su sonrisa puede causarme.

—Lo sé —responde y vuelve meticulosa a conducir.

No produjo miedo, no me cuestioné el cómo. No esperaba menos de la indescifrable morena. Es más, me agrada pensar que sabe más de lo que imagino y que en algún momento, le invadió la necesidad de saber de mí. Treinta y ocho años y me parece una escultura recién moldeada cuyo artista se le iluminó la mente (y el alma a lo mejor). Ella misma me recalca que es arte. Con sus toques naturales, sus colores vibrantes que juegan y combinan, con las señas eternas en sus ojos, con sus ardiente labios. La compraría para luego darle el valor que merece y recitarle al mundo, que desde el comienzo, ella nunca ha tenido precio mundano. Es arte y como todo trabajo fenomenal, la mujer carece de atención.

Le miro de perfil y no me cansaría jamás de admirarla. En la misma dirección se puede ver el firmamento esplendoroso, como si hasta el cielo se embriagara de su perfume; miro el paisaje, los tejados, la carretera y de nuevo la vuelvo a ver, a admirar. Y entre todo lo pacífico y maravilloso que nos rodea, Rebecca es la más hermosa abstracción de caos. Y es en el caos donde me quiero quedar.

—¿Por qué siempre me miras así? —pregunta poniéndome la mirada por unos segundos.

¿Y por qué no mirarte, mujer? ¡Si eres hermosa!

—¿Tengo acaso un grano en la frente? —bofa irónica y la Bela tediosa de su ego le contestó: No solo uno, tiene dos, profesora.

Rebecca volvió a verme sorprendida para luego tocar parte de su frente. Le atrapo otra entidad oculta, es vanidosa. Y me alegro tanto porque así como es correcta, ella no es perfecta.

—Boba —chasquea.

Desvía su mirar al no sentir ningún bulto en su piel y mi interior se puso triste de que sus ojos cafés no se fijaran en mí.

Alguien Tenía Que Aprender.Where stories live. Discover now