Capítulo 35 Pare el auto.

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Mis labios estaba rojos de nuevo y mi piel había conseguido color.
Pronto llegaríamos a Las Vegas y podría beber como loca.

Puse de nuevo el maquillaje en la maleta y entonces lo vi.
Asomándose entre mi ropa, de un rojo quemado hermoso estaba mi cuaderno. El mismo cuaderno en el que Ryan había escrito, al que estaba aferrada hacia menos de una hora.

Tenía muchas ganas de abrirlo y leer sus textos con esa descuidada caligrafía que él tenía, pero al mismo tiempo tenía ganas de tomarlo y lanzarlo por la ventana.

Me pasaban miles de cosas por la cabeza de un segundo a otro. Ya no estaba tan segura de lo que estaba haciendo ni de lo que estaba bien.
Estaba dolida, por supuesto, ¿pero era eso suficiente motivo para correr tantos peligros en una sola noche?.

"Cualquier cosa que decida hacer, espero que sea más prudente que interponerse entre una bala y yo" me había dicho antes de marcharse.
Pero ese era el problema, que después de decirme eso él simplemente se fue.

Solté una palabrota y tomé el cuaderno entre mis manos para abrirlo con coraje.
No era posible que me convenciera de hacerle caso aun sin estar aquí.

Las primeras hojas eran con mi letra, eran las notas que hice mientras me contaba su historia. Lo que siguió ya era su fea y desproporcionada caligrafía. Ponía la fecha y después su nombre comenzando por apellidos.

Es hora de que alguien más tome notas por usted, ¿no cree?. Bueno, de cualquier manera no va a poder contestarme.
No entiendo un carajo sobre cómo funciona la psicología o lo que necesite saber para meterse en mi cabeza y escribir un libro sobre todos mis desórdenes mentales, pero espero que lo que le dejo sea útil.

Comenzaré por describirme y después contaré mi vida, ¿le parece?.

Debo dejar de hacer preguntas escribiendo, es estúpido.

Sonreí acariciando el papel y seguí leyendo.
Cuando terminó de describirse físicamente narró como era su personalidad. En un momento todo se volvió más interesante, como si quien escribiera no fuera él, siempre bromista y sarcástico.

Soy un desastre en cuerpo humano. A veces creo que no tan humano, pues cometo errores que no son de este mundo y por los cuales deberían castigarme infinitamente.

Siempre dije que no sentía culpa, pero lo que de verdad quería decir era que no por cualquiera.
No la sentí por nadie en el planeta, ni siquiera cuando raptaron a mi familia y mi madre me odió por ser lo que era. En ese entonces me sentía furioso con las personas que se las llevaron y con quienes me orillaron a ser lo que soy ahora.

Pero resulta que cada tanto la vida me envía un contratiempo inesperado que me hace cambiar mi manera de pensar y de ser.
En esta ocasión mi problema caminó hacia mi celda con tacones, falda de tubo y unos hermosos labios color rojo.
Tenía pésimas ideas, y una de ellas la llevó a deberme un favor.
Le arruiné la vida.

La primera vez que la vi al borde de un ataque de pánico se rompió algo dentro de mí. Fue como si hubiera estado dormido toda mi vida y ahora que ella había llegado, había despertado de golpe dándome cuenta de que en realidad todo lo que me ha pasado, desde mis malas elecciones de joven hasta la inestabilidad emocional de Denisse Hokin, es mi culpa.

Dejé de sentirme tan enojado y comencé a sentir culpa.

Las personas que quise terminaron mal porque yo elegí tomar el camino fácil.
Juro que no me di cuenta hasta ahora, hasta mucho años después, cuando esa doctora entró en el penal a un lado de ese detestable policía y me miró con sus brillantes ojos marrones llenos de emoción, más o menos todas las que me faltaban, ella las tenía por montones.

Diferimos en tantas cosas que me parece increíble haber llegado a amarla, porque de verdad que la amo, Doctora.
La amo lo suficiente como para ser la única persona a la que trato con respeto.
La amo lo suficiente como para soportar sus preguntas a borbotones constantemente.
La amo lo suficiente como para sentir culpa por primera vez al ver su rostro entristecido.
La amo lo suficiente como para querer matar a golpes al hombre que quiso tomarla a la fuerza.
La amo lo suficiente como para querer protegerla de todo, incluso de mí.
La amo lo suficiente como para no querer que le ocurra lo mismo que a la última mujer que amé.
Y claro que la amo lo suficiente como para dejarla, sabiendo que es mejor para usted estar lejos de mí y de todos los peligros en los que constantemente la involucro.

Cerré de golpe el cuaderno porque no podía seguir leyendo un segundo más sin llenar de lágrimas las páginas.

—¿Le pasa algo, señorita?— otra vez habló el taxista.

Sorbí por la nariz y asentí frenéticamente.

—¡Claro que pasa algo!— dije enfadada. —Es un idiota, ¿sabe?. Lo es porque no pudo encontrar una manera mejor de mantenerme a salvo que alejándome de él.

—Eh...

—¡Lo odio!— puse a un lado el cuaderno y me lleve las manos a la cabeza. —¡Me dejó! ¡El maldito me dejó y lo detesto porque aun estando a miles de kilómetros de mi va a seguir provocándome ganas de llorar!.

Solté más y más sollozos, pero necesitaba calmarme o pronto dejaría de respirar correctamente.

—Detestable espécimen humano lleno de músculos— dije. —Lo amo tanto. Maldita sea, ¿por qué no te entra en la cabeza que solo me siento segura estando contigo?.

Estaba entre la furia y la pena cuando me di cuenta de que estábamos llegando a Las Vegas y ya no quería hacer nada que tuviera que ver con las fiestas, el alcohol y lo demás. Todo por leer ese maldito cuaderno.

—¡Ni siquiera estás aquí y me estás cuidando, grandísimo torpe!— golpeé repetidas veces el asiento delantero.

—Señorita...

—¡No abra la boca!— solté demasiado enfadada incluso con él. —Pare el taxi.

—Iba a decirle que estamos en Las Vegas, ¿quiere que la deje en algún...?

—¡Sólo pare el auto!.

Ahí te liberaré...Where stories live. Discover now