CAPÍTULO VEINTISIETE

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CALMA LAS NALGAS, MINERVA




Sé que Pierce va a proponerme algo que cambiará la dinámica de nuestro juego para siempre. Y sepan disculparme, pero por si no se han dado cuenta, mi mente generalmente tiende a volar, a si que cuando comienza a acercarse la hora del encuentro con mi jefe, las posibilidades de sus propuestas se disparan.

Sí, sé lo que estás pensando, por qué yo también lo estoy pensando. Me veo diciéndole «señor» a Pierce, siendo una buena sumisa que en ocasiones suele meter la pata.

A si que cuando voy subiendo las escaleras que me llevan a su oficina, estoy analizando mentalmente lo que voy a decirle. Porque desde luego, Anastasia Steele no soy. «Tal vez un poco sí», pero no voy a dejar que me den azotainas con un cinturón.

Me obligo a tomar una breve bocanada de aire y pico a la puerta. Pierce me indica que pase. Obedezco y paso, con los brazos cruzados y una expresión de desafío que me saco de la manga.

—Siéntate —pide con calma una vez que nuestros ojos se encuentran.

No obstante, mi mirada se desliza hacia los papeles esparcidos sobre el escritorio, por lo que sin pensar, —como suele ocurrirme—, suelto:

—¿Es un contrato?

Pierce alza la mirada, escrutándome por un instante. Después, la alterna de los papeles a mi rostro sin emitir una palabra.

—Sí, pero...

No lo dejo terminar, porque como sabes, cuando algo se me mete entre ceja y ceja, es imposible sacármelo de la cabeza.

—¿Y cómo lo haremos? —inquiero—. ¿Tendré que llamarte señor y eso...?

—¿Qué? —lanza Pierce, incrédulo.

—Vale, que nunca he probado mucho ese rollo a lo Christian Grey —continuo, dejándome caer en una de las sillas, agitada y gesticulando con las manos—. Pero desde ya te aviso que no se me da bien seguir órdenes y que suelo contestar mucho y que dudo que pueda hacer todo lo que me ordenes, seguramente pase muchas horas en tu sala de castigo.

Pierce aprieta los labios y se rasca la sien con desconcierto.

—¿Quién es Christian Grey? ¿Y de qué sala de castigos estás hablando? —pregunta tras unos segundos de silencio.

—¿Acaso no eres un dominante? —pregunto de vuelta en un susurro apenas audible.

—¿Te gustaría que lo fuera? —repone con los ojos entrecerrados.

—No lo sé —respondo con sinceridad a la vez que niego con la cabeza—. Solo te advierto que no pienso permitir que me azotes —espeto, alzando el índice.

Pierce intenta mantenerse serio, pero las comisuras de los ojos se le arrugan antes de soltar una ronca y sexy carcajada.

—Joder, eres increíble —comenta entre risas, negando con la cabeza.

—Lo sé —respondo bajito, sintiéndome cohibida cuando me doy cuenta de toda la sarta de tonterías que he dicho en menos de cinco minutos—. Entonces, ¿no eres un dominante? —pregunto de nuevo, solo para asegurarme.

Mi jefe se recuesta hacia atrás en la silla, dándole vueltas al bolígrafo entre los dedos.

—No en el sentido estricto de la palabra, aunque sabes que me gusta ser quien lleva el control —responde—, pero si tu pregunta es que si soy de esos que les gusta tener a su chica atada con una correa, no, no lo soy, aunque si a ti te atrae, lo podemos intentar.

Trago saliva con dureza y niego en silencio.

—No sé lo que me gusta, pero no me gusta que me azoten —respondo con sinceridad.

—Lo sé —responde, asintiendo.

Sus ojos azules permanecen clavados en los míos, sin inmutarse.

—Entonces, eso no es un contrato de confidencialidad, ¿verdad? —pregunto, señalando en círculos todo el papeleo.

Solo para asegurarme...

—No, Minerva: no es ningún contrato de confidencialidad—responde él. La sombra de una sonrisa se descubre en sus labios—. Estoy cerrando algunos negocios pendientes —explica.

Me encojo de hombros y suspiro con alivio.

—Bueno, entonces, ¿de qué querías hablar? —inquiero, mirando hacia cualquier parte menos hacia mi jefe.

«Estoy muerta de vergüenza, para qué mentir.»

El silencio que le sigue a mi pregunta hace que levante la mirada para encontrarme con su expresión felina y sexy a rabiar. Me remuevo, incómoda en mi asiento, sin un gramo de mi valentía inicial.

—Supongo que lo que voy a decirte no te sorprenderá tanto —suelta, haciendo que lo mire confundida—, teniendo en cuenta que viniste con expectativas de que te diera un par de palmadas en el culo por mal comportamiento.

—Tampoco he dicho eso —refuto.

—Me preguntaste si había preparado un contrato, Minerva —replica. Entrelaza los dedos de las manos sobre el escritorio y alza ambas cejas—. Ahora dime, ¿de dónde has sacado esas ideas tan poco convencionales?

—De un libro —respondo.

Ahí está la maligna sonrisa de Pierce.

—¿Qué clase de libro? —inquiere con interés.

—Uno... —susurro, fingiendo desinterés.

—Y cuéntame, ¿de qué va ese libro? —insiste, luciendo sorprendentemente interesado.

«Maldito Pierce.»

—Pues, ya sabes... —murmuró—, de un chico que conoce a una chica...

—¿Y qué pasa después?

—Pues él, algo así como que se obsesiona con ella —prosigo.

—¿Y?

—Y entonces él le propone hacer... cosas —zanjo con un ademán de las manos.

Pierce frunce el ceño y se encoge de hombros.

—¿Qué clase de cosas? —inquiere.

¿Por qué tiene que mirarme de esa manera, joder? Sí, de esa manera en la que parece que quiere arrancarme la ropa y follarme contra su caro y exquisito escritorio de cerezo.

—Pues, ya sabes —susurro con las mejillas coloradas.

—No, no lo sé, así que dímelo —me azuza.

—Le propone que sea su sumisa.

—¿Y ella que le dice? —Ahora sí que parece realmente interesado en el argumento del libro.

—Pues claro que le dice que sí —le respondo como si fuera una obviedad.

—Bueno, pues háblame de ese cuarto de castigos que tanto te llamó la atención.

—No es que me llamara tantoooo la atención —lo interrumpo, fingiendo que no es la gran cosa—, pero sí: es el cuarto rojo de juegos.

—¿Qué es lo que hay exactamente en ese cuarto, Minerva?

—Pues si me preguntas, yo la verdad no entendía muy bien lo de las esposas y las poleas en el techo, así que pasaba a la parte del sexo.

Pierce suelta nuevamente una carcajada ronca y varonil.

Mmmm..., sería un gran Christian Grey.

—Eres... —comienza negando con la cabeza.

—¿Soy...? —lo animo a continuar.

—Única —finaliza.

Algo en mi interior se revuelve con violencia a causa de sus palabras. Me gustaría analizarla en el contexto, pero Pierce no me da tiempo cuando murmura:

—Necesitamos hablar de lo qué pasó el otro día.

—¿Qué día? —inquiero con ironía—. ¿Te refieres a aquel día que follamos y compartimos la cama con un par de desconocidos?

—Sí, ese día —responde, intentando mantener la calma.

—Hubiese estado genial que me lo dijeras antes de ponerme en tal tesitura —contesto. Intento no sonar ofendida, pero mi voz suena mordaz.

—Lo sé, pero si te sirve de consuelo, tampoco me di cuenta hasta que estaban en la cama también —se justifica.

—¿Qué? —lanzo, sorprendida

Daba por hecho que Pierce lo había organizado todo.

—Mira, Minerva —comienza, apoyando los brazos en el escritorio—, como podrás imaginarte soy una persona bastante sexual y en ocasiones, me gusta hacer ciertas cosas durante el sexo.

—¿Cosas? ¿Cosas como cuales? —inquiero con las mejillas ardiendo.

—Cosas como las del cuarto de juego de ese Christian...

—Me dijiste que no eras dominante —lo interrumpo.

—Digamos que me gusta hacer cosas, con gente alrededor —me deja caer con un encogimiento de hombros.

Abro la boca y la cierro y luego repito el proceso un par de veces, boqueando como un pez fuera del agua.

—Es decir que eres más un Eric... —sugiero.

«Demonios

—¿Y quién es ese Eric? —pregunta con la malicia bailando en las comisuras de sus labios.

—Uno... —respondo mirando hacia otro lado.

—¿Es acaso otro personaje de un libro? —inquiere.

—Sí —susurro.

—Y cuéntame, ¿de qué va esta otra historia?

—Pues..., se trata de una chica...

—Aja —me alienta.

—Y ella pues, tiene un jefe.

—No me digas —responde con una sonrisa enorme—. ¿Y qué más?

—Y pues él...

—¿Él? —insiste él.

Mierda, ¿cómo terminamos hablando del porno que leo?

—A él le gusta compartir a Judith... —susurro.

—¿Compartirla? —inquiere, confuso—. ¿Cómo?

—Pues, van a lugares... —respondo, recordando las cosas sucias que hacían esos dos.

—¿Lugares de intercambio de parejas? —sugiere, curioso.

—Sí, y en ocasiones lo hacen con un amigo de él... —agrego, rodando los ojos—. Oye, si tanto te gusta el tema, te prestaré el libro.

—Me gustaría —responde, sorprendiéndome.

Nos quedamos nuevamente en silencio, donde Pierce me analiza y yo lo analizo a él, y a decir verdad, quiero culpar a los nervios, pero cuando quiero darme cuenta una sonrisa boba comienza a formarse en mis labios.

—Demonios, no puedo creer toda la mierda que acabo de soltar... —susurro sosteniéndome la sien con el índice, muerta de la vergüenza.

Pierce permaneció serio antes de inclinarse en mi dirección y lamerse el labio inferior de esa forma natural y sexy en la que solo Pierce Greco puede hacerlo.

—Mira, Minerva..., me gustas. En realidad, me encantas, y creo que eres muy consciente de ello. Es difícil encontrar a alguien con tanta química sexual y si me preguntas, creo que podríamos pasarlo bien juntos. Como te he dicho, me gusta experimentar en el sexo, probar cosas nuevas que lleguen a gustarme y si me dejas, me gustaría enseñarte a ti. Mostrarte el placer que puedes llegar a sentir de mi mano. No voy a llevarte a clubes de intercambio, si no es lo que quieres —aclara—, pero, solo déjate llevar conmigo —propone.

—Pierce, yo...

—Nunca, jamás, haría algo que te hiciera sentir incómoda—me interrumpe como si fuera capaz de seguir el hilo de mis pensamientos—. Lo que sucedió el otro día fue algo que se salió de mi control, de verdad. Si hubiera notado que estabas pasándolo mal que no te quepa la menor duda que te hubiera sacado de allí de inmediato, pero tú al igual que yo lo disfrutamos, y eso es algo que no puedes negar.

Asiento porque no es ninguna mentira. Me gustó, me excité y tuve un orgasmo como pocos he tenido en mi vida. Tal vez tuviera una parte exhibicionista que desconocía, pero aunque en cualquier otro momento lo negaría a cualquier precio, con Pierce no tengo la necesidad de ocultar lo que me gusta a la hora del sexo.

—Piénsatelo —comenta, volviendo a sentarse recto—, podría ser divertido, ¿acaso no quieres eso? ¿Divertirte?

Me quedo mirándolo fijamente, porque es una pregunta complicada. A decir verdad,no sé cuando fue la última vez que me divertí... ¿Cuándo fue la última vez que tome una decisión alocada? Y sí, sé lo que estás pensando, probablemente todo se vaya al demonio, pero... ¿te cuento un secretito?

Las mejores historias nacen de las locuras que cometemos, entonces, ¿por qué no?

—No tengo la menor idea de si me va a gustar, Pierce —reconozco.

—Para que esto funcione, debemos hablar Minerva —me advierte—. A la primera señal que me hagas de incomodidad, dejamos de hacer lo que sea que estamos haciendo, pero debes ser honesta.

—¿Qué pasa si no me gusta? ¿Si no quiero seguir?

—Follaremos ocasionalmente —responde con un encogimiento de hombros—, hasta que alguno de los dos se aburra.

«Hasta que tú te aburras» pienso.

—Lo pensaré —cedo con un susurro.

—Lo de la última vez, no lo haremos siempre, Minerva —comenta—. Esta clase de cosas se dan sin ser previstas. Simplemente surgen, porque cuando es forzado, por lo general sale mal.

—Está bien —murmuro sin saber que otra cosa decir.

—¿Y Minerva? —menciona cuando me estoy poniendo de pie—. Esto lo mantenemos fuera del trabajo: aquí no hay reproches, ¿de acuerdo? —me informa—. Si necesitas hablar conmigo, lo hacemos en privado.

—Lo sé —respondo—: lo mismo te digo.

—Yo nunca te reprocharía nada.

—No —coincido—, pero tienes tendencia a acorralarme en cuanto tienes ocasión. No quiero que vuelva a suceder: este trabajo es importante para mí.

Pierce sonríe, porque sabe que a pesar de que me molesta, puede darme placer de todas maneras.

—Está bien —responde.

—¿Algo más? —pregunto con ganas de salir de este despacho viciado.

—Me siento un idiota diciendo esto —comienza—, y sé que lo más probable es que Eric y Christian hayan hecho lo mismo, pero no busco una relación seria, solo quiero divertirme. —Ruedo los ojos, porque sí, es justamente lo que dicen siempre todos—. Minerva, no puedo meterme en una relación seria —aclara al ver mi gesto—, pero eso no quiere decir que no podamos seguir siendo amigos, ni que no podamos compartir una copa o una charla o salir de vez en cuando.

Justo en la friend zone... ¡Auch! Creo que eso me ha dolido un poco, pero lo superaré, como todo lo que he tenido que superar en mi vida.

—Me parece bien —digo, y agrego—: yo tampoco estoy para una relación seria, también quiero divertirme, aún más con todo lo que sabes... —murmuro, apartando la mirada.

—Lo sé —contesta con comprensión—. No hace falta que aclares nada, lo entiendo —agrega.

—Bueno —digo, poniéndome de pie—. Entonces, me voy.

—Bien, yo también voy de salida —comenta—. Te llevo.

Intenta sonar como una sugerencia, pero a mí me suena a orden.

—No lo creo... —canturreo.

—No te estaba preguntando —responde con una sonrisa socarrona.

—Pierce, pueden vernos —susurro, incómoda.

—¿Es ese el problema? —Al ver que asiento, rueda los ojos y dice—. Espérame en la siguiente manzana y te recogeré enseguida.

—Pero...

—Minerva... —me corta con los ojos entrecerrados.

—Está bien —resoplo, aunque la idea de que me lleve a casa es tentadora.

Cuando salgo de la oficina todavía sigo un poco abrumada por toda la información que me ha dado Pierce. Que a ver, es una locura. ¿A caso le he dado vía libre para hacer tríos y eso? ¿En qué carajos estaba pensando cuando le dije que me había gustado lo de la última vez?

Mis pensamientos son interrumpidos cuando Isabella choca conmigo. Al parecer no soy la única que va perdida en sus pensamientos.

—Hey... —susurra un tanto cabizbaja.

—¿Qué pasa? —pregunto tomándola del brazo cuando quiere seguir avanzando.

—Un montón de muchas cosas —responde con un suspiro hastiado.

—¿Quieres hablar? —ofrezco.

—¿Sabes por qué me muero? —lanza ella—. Por una cerveza helada contigo.

Sonrío ante la idea de una cerveza fresquita mientras la observo, pero entonces recuerdo que Pierce va a llevarme de vuelta a mi apartamento.

Y no tengo su puto número para cancelar...

Me mordisqueo el labio inferior y la miro con disculpa.

—Hoy no me va a ser posible...

—Por favor, Mine —pide, suplicante—. De verdad que lo necesito. Si es necesario a la vuelta compartimos taxi si quieres —propone.

—¿Por qué no vas con Dante? —inquiero.

—Tiene una cita —farfulla agachando la mirada y negando con la cabeza—. No te preocupes, otro día vamos a por esa copa.

—No —digo, deteniéndola—, está bien: vamos ahora.

—¿Seguro? —dice sin convencimiento—. Por que si tienes cosas que hacer, de verdad no hay problema, Mine.

—No —vuelvo a insistir con una sonrisa conciliadora—. Vamos ahora.

—¿Dónde vais a ir? —inquiere una voz a nuestras espaldas. Joder—. Si se puede saber, claro —agrega Pierce mirándome con los ojos entrecerrados.

—A beber una cerveza —le contesta mi amiga con soberbia —y no, no estás invitado.

—¿Dónde no estamos invitados? —pregunta Xander esta vez, poniéndose al lado de Pierce.

Mi amiga se pone un poco pálida, clavándome las uñas en el brazo.

—Hola, Minerva —me saluda Xander—. ¿Cómo está Dean?

Frunzo el ceño mientras lo observo detenidamente, sin entender el porqué de su pregunta.

—No tengo ni idea —respondo, confundida.

—Por supuesto que no la tienes —canturrea con una sonrisilla pícara que no comprendo.

—Creo... creo que deberíamos irnos —insiste Isabella, pálida.

—Nos vemos —murmuro. Nos damos media vuelta y salimos casi corriendo—. ¿Qué demonios ha sido eso? —inquiero cuando estamos lo suficientemente lejos.

—No lo sé —responde ella, evitando mi mirada—. Xander es raro.

—¿Cómo están las cosas entre ustedes? —pregunto.

Entrelazo mi brazo con el suyo y echamos a andar por las abarrotadas calles de Nueva York, teniendo en cuenta que es viernes y la gente parece saberlo; los pintorescos bares con mesas del exterior iluminadas.

—Mal, como siempre —responde ella con un gruñido. El vaho sale de su boca debido al frío otoñal.

—¿No crees que puedan solucionarlo? —inquiero. Sé lo mucho que le duele no estar bien con Xander.

—No, lo nuestro no tiene solución —responde con un suspiro cansado.

—Lo siento —digo, apretándola más cerca.

—Me gustaría que fuera diferente, ¿sabes? —confiesa tras unos minutos de silencio—. Me gustaría tanto poder llevarme bien con él, volver a ser amigos...

Se nota a leguas que aquella última palabra le escuece muchísimo.

—Deberian intentarlo, lo de ser amigos —comento.

Isabella empuja la puerta de un bar con un aire bohemio que parece conocer. Está decorado con madera de colores y grafittis pintorescos a lo largo de las paredes, las luces son tenues y lo que parece ser jazz suena a modo de música ambiente. En el fondo hay una especie de escenario en el que una banda se prepara para tocar.

Escogemos mesa y pedimos dos cervezas frías.

—Y tú, ¿cómo estás? —pregunta.

—Bien —respondo con un encogimiento de hombros.

Isabella rueda los ojos un tanto exasperada antes de murmurar:

—Minerva, debes darme algo más.

—¿Algo como que? —lanzo extendiendo las manos.

—¿Qué pasa con Dean, por ejemplo? —inquiere.

—¿Con Dean? Nada ¿por? —respondo, confundida.

No sé porque, pero no me gusta nada el tonito que está usando para referirse a Dean. Es evidente que él y yo solo somos amigos.

—¿No te gusta ni un poco? —insiste ella.

—No —contesto de inmediato, aunque tras pensarlo unos segundos, agrego—: No lo sé, en realidad. No lo veo de ese modo.

Isabella abre los ojos con aire dramático y se lleva la mano a la mejilla.

—¡Pero si está para chuparse los dedos! —exclama.

—Es guapo, sí —coincido.

—Y eso es que no lo has visto desnudo —alude con una sonrisa pícara.

Mis ojos se abren como platos cuando Isabella suelta con total naturalidad que ha visto a Dean como Dios lo trajo al mundo. Madre mía, no puedo creerme que entre ellos haya algo, pero tampoco sería raro: los dos están solteros y son atractivos.

Por todos los Dioses, yo no me pierdo este cotilleo por nada del mundo.

Apoyo lentamente el botellín en la mesa y analizo su rostro con detenimiento.

—¿Te lo has follado? —inquiero, directa al grano.

—No, que va —responde, riéndose—. Aunque una vez lo intentamos. Éramos jóvenes y acababa de descubrir que Xander me había puesto los cuernos. Dean se quedó conmigo toda la noche, me acompañó a cada bar que quise y bebimos hasta el hartazgo. Cuando no pudimos más terminamos yendo a su departamento, que era el que se encontraba más cerca y en el camino del taxi fuimos discutiendo los pro y los contra de si follaríamos o no.

—No lo hiciste —digo fingiendo seguridad, sorprendida, aunque la historia me parece graciosísima.

—El chofer estaba alucinando —agrega, inmersa en el relato—. La cosa fue que cuando llegamos pasamos a la acción y nos desnudamos antes de siquiera abrir la puerta de su habitación. Cuando nos miramos: desnudos y borrachos, comenzamos a reírnos como desquiciados —mientras lo cuenta, tiene una sonrisa nostálgica pintada en el rostro—. Decidimos que no lo haríamos, porque es mi mejor amigo y yo la suya. No queríamos arruinar nuestra amistad, yo amaba a Xander con locura y su amistad se iría al garete —termina con un suspiro.

—¿Y cómo quedó todo?

—Pues, me prestó una camiseta y un pantalón de pijama y me dejó quedarme en el cuarto de invitados. Nada más entrar a la habitación vomité, vomité hasta la primera papilla, creo —suelta con una risa—. Pero Dean estuvo en todo momento, hasta me sacó fotos y me amenazó con subirlas a Instagram. —Sonríe ante el recuerdo, pero después su mirada se oscurece y termina agregando—: Después llegó Xander y todo fue un puto desastre. Lo malinterpretó todo y quiso golpear a Dean. ¿Entiendes la ironía? El maldito me había engañado —exclama con un susurro exasperado—. De todos modos, Xander siempre es de ese modo tan...

—¿Intenso? —termino por ella.

—Intenso es una buena manera de describir lo que teníamos, sí —coincide ella.

Me trago el ¿tenían, o el tienen? Por que sé que mi amiga lo único que necesita esta noche es distraerse.

—¿Y Pierce? —intento preguntar con desinterés.

Fracaso miserablemente en el intento.

—¿Qué pasa con Pierce? —inquiere Isabella con una ceja enarcada.

—No lo sé, ¿no te lo has follado?

—No, por Dios —responde con una mueca de horror, haciéndome fruncir el ceño de manera inquisitiva—. Pierce es..., diferente a cualquier clase de hombre que haya conocido nunca.

—¿Qué significa eso? —pregunto, más atenta a lo que sea que vaya a decirme.

—Pues, Pierce es... —Mira al techo como si intentara descubrir una manera de describirlo—. Siempre fue el más reservado del grupo, no porque no nos quisiera, sino porque suele enfocarse más en su mundo: divide mucho lo laboral de lo personal. Aunque siempre ha estado para nosotros, es decir, no es malo, pero...

—¿Pero?

—A decir verdad, creo que cambió con Alyssa —termina diciendo con una sonrisa.

«Espera, ¿qué?»

—¿Quién es Alyssa? —inquiero, sintiendo un extraño estremecimiento en el pecho.

En ese mismo instante el teléfono de Isabella vibra con un mensaje, farfullando por lo bajo que es Dante y que tiene que responder ya que su primo está sufriendo una crisis existencial.

Por mi parte, cojo mi móvil, solo para mirar la hora, ya que no tengo redes sociales en las que husmear. Sin embargo, me sorprende encontrar un mensaje de un número desconocido:





Desconocido

Vie, 23 oct 00:45 a.m.


Hay veces en las que me pregunto si cuando huyes de mi, es de manera deliberada o en verdad quieres hacerlo.

Pecado con sabor a chocolate [+21] ©️ LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora