Capítulo 10

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El momento justo cuando acaba una vida no es precisamente cuando el corazón deja de latir, el olvido por el contrario, es aquel susurro que nos recuerda la mortalidad misma; de este modo, Linda vivía aún. En la mente de Amanda revoloteaban las palabras de su madre como si esta estuviese susurrándolas en el oído.

Lincoln por su parte sentía un gran nudo el pecho, miraba al techo esperando que este mismo le diera respuestas, se sentía avergonzado, temía que su mujer le mirase como lo había hecho la noche anterior, ya no habían más cartas por escribir, todas serían ignoradas una tras otra, más valía que no perdiera su tiempo, el amor, aunque muchos lo nieguen, se acaba.

— ¡Betty! —gritó sin pensar.

La casa se mantuvo en silencio por unos instantes.

Unos cuantos minutos después, pequeños pasos irregulares sonaron a lo largo del pasillo. La mujer no tocó la puerta.

— ¿Qué desea? —espetó al abrir.

— Necesito sobres y papel.

— Si sabe que no soy su sirvienta, ¿verdad?

— Me permito recordarle, Betty. Su marido me la entregó.

— Él no haría eso. —murmuró.

— Betty —inició—, mi hermano puede ser muchas cosas, entre ellas, un idiota; tomó una mala decisión, querida.

— No calla nada, ¿no es así?

— Es preciso que se dé cuenta a lo que se debe atener, Betty. Esta es mi casa, usted ha sido entregada a mí, tal y como Amanda lo fue.

— Agradecería entonces que su trato fuese el indicado.

— ¿Sabe cuál es la diferencia entre ustedes dos?

— ¡¿Qué?! —respondió enojada.

— Al menos ella merece un poco de respeto, Betty.

— Es usted la persona más despreciable que he conocido.

— No es la primera vez que alguien me dice algo similar.

— Eso debería darle una pista de lo desgraciado que es. —sonrió encantada.

— Betty, querida, fue usted desechada por la peor calaña, eso debería darle una pista del valor que tiene. —la imitó.

La mujer se dio la media vuelta, aunque no lo demostraba, herida. Había amado, tan difícil era para algunos valorar aquello, ni hablar del hombre que llevaba aún los aprecios de Betty; era la copia exacta del joven con el que había acabado de hablar, algo en el interior de esos dos habitaba, su actuar era rencoroso y despiadado, no parecían sentir siquiera un poco de respeto hacia alguien además de sí mismos.

Criados en la alta sociedad, rodeados de todo y cuanto querían, forjados en avaricia y egocentrismo; sus blancos rostros perfectos, sus ropas siempre bien planchadas hacían que todo pareciese indicado, pero eso, estaba terriblemente lejos de la verdad, Betty lo sabía.

Ella, se dedicó a vagar por el pasillo, no tenía ninguna razón para ir corriendo a cumplir las órdenes de Lincoln, esperaba al menos un poco de consideración por su parte, pese a todo.

— Disculpe —dijo una vocecilla unas cuantas habitaciones más allá.

— Amanda. —saludó la atormentada mujer.

— Le importaría entrar un momento.

Le extrañaba la amabilidad de la joven, pero aun así caminó a su encuentro, la chica iba vestida tan solo con un camisón, sus pies descalzos, blancos casi como la misma nieve, hacían aún más que su cuerpo se viese enfermizo, las curva de su cadera era pronunciada, el cabello caía en ondas perfectas por encima de sus hombros y grandes marcas negras velaban sus ojos; por un momento Betty sintió lastima por la joven, su fragilidad la conmovía, no era mucho mayor que ella, sin embargo, sentía aquella necesidad absurda de protegerle.

— Betty. —murmuró.

La mujer caminó más rápido y se adentró en la oscura habitación, las paredes estaban llenas papeles, uno sobre otro, sin control ni orden, tal y como su vida.

— Es hermoso —se sentó sobre la cama—, ¿no lo cree? Recorté cada verso que me hizo sentir algo.

— Amanda, ¿qué desea?

— Mi madre me escribió alguna vez, que al cumplir los 18 años todos morirían por mi mano —un recuerdo tomó su rostro—, Lincoln es el primer hombre además de mi padre y mis maestros con el que he tenido contacto hasta ahora.

— Amanda...

— No sé qué hace usted aquí, y no espero que me explique si así no lo desea. —habló despacio.

La joven se levantó inquieta y se acercó a la silla del tocador, pese a la densa oscuridad, Amanda contemplaba su reflejo como si de ello dependiera su vida. Tomó su cabello con fuerza y pasó los dedos rompiendo los nudos, temblando, un tanto trastornada.

— Betty —habló entonces—, sabe qué es no tener a nadie en este mundo.

A la mujer le recorrió un escalofrío, caminando despacio tomó a la joven por los hombros y acercándose a su oído dijo:

— Más de lo que me gustaría.

— En ese caso —carcajeó con voz cortada—, entréguese a mí.

— Amanda...

— Bríndeme su apoyo —suplicó—; todo será más fácil con usted aquí, ya lo verá.

— Escucha bien lo que le diré, querida.

— Dígame...

— Nadie podrá salvarte, Amanda.

— Betty, por favor.

— Estás condenada, cariño. Tu padre, al igual que mi marido fue un maldito egoísta, ellos tienen algo que nosotras no, ¿lo sabe?

— Betty...

— Humanidad —carcajeó con amargura—, fuimos vendidas al mejor postor, parecen creer que el dinero les hará menos despreciables.

— Mi padre...

— Tu padre es un imbécil, cariño.

— Él estaba siempre aquí. —susurró.

— Tal vez le remuerda la conciencia. —intentó.

— O tal vez esté feliz, disfrutando de su libertad. —concluyó.

Se levantó sonriente, tomó el abrigo que descansaba sobre la cama:

— Está oscureciendo, Betty. Más vale que le sirvas a tu amo.

Ambas rieron con amargura.

Condenadas. 


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MoriréWhere stories live. Discover now