Capítulo 24

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Tras sentirse contenta con lo que el espejo reflejaba, tomó un trago grande de valentía y alisando sus ropas dio por fin un paso fuera de la habitación, fuera del mal momento.

Sonreía nerviosa escuchando como sus pasos hacían eco en la escalera.

— ¡Lincoln! —le llamó.

Corría entusiasmada, sentía aquellas mariposas revoloteando de las que tanto se hablaban en las historias de amor, sus mejillas coloradas adornaban el brillo de sus ojos, las escaleras parecieron más cortas de lo que eran, la casa, cuarto por cuarto se hacía cada vez más pequeña.

No le encontraba, abrió todas las puertas, indagó en cada una de las instancias: no había rastro de él.

"¿Me ha abandonado?" fue el primer pensamiento de la joven. Se le hacía remota la idea, pero no del todo descabellada.

Al salir, fue cuando el corazón le dio vuelto.

Cristales rotos.

Botellas vacías.

Un espeso líquido.

— ¿Qué estás haciendo? —fue capaz de preguntar.

Su marido acercaba con intensidad un trozo de vidrio afilado, de una de las tantas botellas que había vaciado, a su brazo izquierdo. La piel del hombre apenas estaba cubierta por un rastro de vello que, junto al brillo de letal de su arma lucía insignificante.

Amanda no era tan ignorante como para no saber qué trataba todo ello, muchas veces se preguntaba qué tanto debía sufrir alguien para siquiera intentarlo; demasiado, suponía.

Las finas plantas que no hace mucho su compañera había arreglado se doblaban bajo el peso del susodicho, casi parecía que estas le agarraban, susurrándole que lo hiciera.

— ¿Qué no es obvio, cariño? —la sonrisa que esbozó ya no era atractiva, ni tan siquiera llamativa.

— Me gustaría saber cuál es el motivo de su acción.

— ¿Qué no es obvio, cariño? —repitió tomándole el pelo.

— No me hace gracia, Lincoln.

Allí fue cuando este se levantó de su improvisado asiento, daba tumbos, su pantalón estaba arremangado en la zona baja y tenía varios rasguños, algunas ramas se adherían a su ahora arrugada ropa.

— He cometido el peor de mis errores, Amanda.

— Yo...

— ¡No hables! —al ver lo asustada que estaba su esposa bajó la voz—, discúlpame, discúlpame.

De la nada, un ataque de hipo tomó el delgado cuerpo de la contraria, el que enterneció de un extraño modo a Lincoln.

— Eres tan dulce, Amanda querida. Desearía tener un poco de lo que sé que guardas entre tu pecho, nada es más dulce que el amor de una joven como tú, más cuando aún has aprendido como hacerlo.

— Sé cómo funciona esto. —se forzó a decir.

— Yo te enseñaría a amar, cariño. Bailaría contigo todas las noches de mi vida, tomaría tu mano hasta que me memorice cada uno de sus pliegues. Tu rostro, Amanda, solo cuando sonríe está completo.

Dio un paso hacia ella, le miraba como si fuese el mismo Dios frente a él.

Tambaleó, una, dos y tres veces. Más de una rama se atravesó en su camino.

— Amanda, venga a mí. Déjeme quererla, querida. Déjeme entregarle todo esto que en algún momento evité. Permítame darle todo eso que usted merece, comparto el ideal de que en cualquier momento usted estará dispuesta a hacer lo mismo por mí.

— Si es así, suelte eso que tiene entre sus manos. —murmuró.

— ¿Estaría dispuesta a hacer lo que le sugiero entonces? —se emocionó ante la ligera posibilidad.

— Por el bien suyo suelte ese objeto. —demandó al ver como de la mano de su marido se escurría una densa gota del líquido rojo de sus entrañas.

—¡No lo hará! —gritó fuera de sí— ¡Se irá con alguien más! ¿No es así? Me sorprende cómo llegué a pensar que algo bueno nacería de entre nosotros. Encontrará algo mejor, lo que sea. ¡Lo sé! ¡Odio lo que le hice, Amanda! Lo odio, lamento tanto... todo. Entrar a su casa, demandarle a su papá que me convirtiera en su esposo, seguir el mandato de mi padre al pie de la letra, entregarle la esperanza para luego arrebatarle todo, como más de una vez he hecho. Lamento no decirle que le apreciaba cuando así deseaba hacerlo, Amanda.

Ella tragó saliva fuerte ante la mirada inquisitiva del hombre.

— ¡Responde algo, maldita sea! —explotó.

Golpeó una botella que se encontraba a su derecha, desparramando trozos sueltos de cristal; maldijo ante su dolorido pie y miró a Amanda con lágrimas en los ojos.

— Estoy consciente que debí haberte dicho todo desde la primera vez que nos vimos, estuve tentado a hacerlo, ¿sabes? El temor, amargo y constante obstaculizó mi camino, Amanda. Lo lamento tanto.

— Permítame quererle, Lincoln. —dijo ella.

— Amanda...

— Permítame conocerle, querido.

Se acercó a él esquivando los vidrios que descansaban sobre la hierba.

Una vez sus ojos podían observar con claridad el bello rostro de su contrario, sonrió y tomando sus grandes manos con ternura, retiró el vidrió que aún se encontraba aprisionado entre estas, con movimientos firmes se las llevó a los labios, propinándole el más dulce de los besos.

Deseaba que él sintiera aquella paz, que tanto estaba buscando; sus ojos le miraban extrañados, sin entender muy bien de que se trataba todo ese extraño acto. Temblaba bajo el agarre de su querida Amanda.

Ella sentía el palpito en la herida, en un movimiento armónico regó el líquido restante de una botella que se encontraba junto a sus pies sobre la hendidura, viendo como el gesto de Lincoln se transformaba en una mueca de dolor.

— ¿Qué haces...? —soltó en un hilo de voz.

Soltando aquella botella que había salvado al hombre, se llevó una vez más los grandes nudillos ensangrentados a los labios, sintiendo el metálico sabor de la sangre.

La naturaleza hacía eco en la extraña escena que la pareja estaba llevando a cabo. Amanda, temiendo la reacción, pronunció la última parte.

— Permítame compartir con usted lo que me resta de vida.

Su compañero cambió su mirada por completo, parecía un niño, tomó de la cintura a la joven y le dio una vuelta en el aire, el único coordinado movimiento que haría, al ponerla en el suelo se percató como alguno de los vidrios atravesaban la tela de su ropa.

Se fueron guiando hasta el roble más cercano; una vez allí, mientras entre torpes movimientos tomaron asiento y él declaró:

— ¿Sería muy despiadado que le pida que me bese, Amanda?

Ella no dijo nada, se encargó, sin embargo, de marcar el ritmo de su respiración sobre el césped.

Él habló de nuevo.

— Si te pido que seas el amor de mi v-vida, no es seguro si podré darte el tiempo que mereces.

— Estaré dispuesta a arriesgarme. —concluyó.



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MoriréWhere stories live. Discover now