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☀︎ ¦ CHAPTER 008.

« Esto es nuevo »
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En la puerta de la cabaña de Hermes, dos chicas rieron entre dientes y susurraron cuando pasé. Normalmente no me habría inmutado al recibir ese tipo de atención. Mi magnetismo resultaba claramente irresistible. Pero ahora me ardía la cara. ¡Yo, el paradigma masculino del romanticismo, convertido en un chico desgarbado e inexperto!
Habría clamado al cielo por esa injusticia, pero habría sido superviolento.
Nos abrimos paso entre los fresales en barbecho. En lo alto de la Colina Mestiza, el Vellocino de Oro brillaba en la rama más baja de un alto pino. Bocanadas de humo se elevaban de la cabeza de Peleo, el dragón guardián enroscado alrededor de la base del tronco. Al lado del árbol, la Atenea Partenos lucía un rojo furioso al atardecer. O tal vez no se alegraba de verme. (Atenea nunca había superado nuestra pequeña riña durante la guerra de Troya.)

En mitad de la ladera, vi la cueva del Oráculo, con su entrada cubierta por gruesas cortinas color borgoña. Las antorchas situadas a cada lado estaban apagadas; normalmente era una señal de que mi sibila, Rachel Dare, no estaba allí. No sabía si sentirme decepcionado o aliviado. Incluso cuando no servía de canal para las profecías, Rachel era una joven sabia. Yo había esperado consultarle mis problemas. Por otra parte, como aparentemente su poder profético había dejado de estar activo (algo de lo que supongo que yo tenía una pequeña parte de culpa), no estaba seguro de que Rachel quisiera verme. Ella querría recibir explicaciones de su figura de referencia, y aunque yo había inventado el don de la palabra, ahora no tenía respuestas que darle.

El sueño del autobús en llamas no me abandonaba: la mujer enrollada de la corona que me apremiaba a buscar las puertas, el hombre feo del traje de color malva que amenazaba con quemar el Oráculo...

Pues la cueva estaba allí mismo.

No sabía por qué la mujer de la corona tenía tantos problemas para encontrarla, ni por qué el hombre feo estaba tan empeñado en quemar sus «puertas», que no eran más que unas cortinas moradas. A menos que el sueño no hiciera referencia al Oráculo de Delfos...

Me froté las sienes palpitantes. No hacía más que buscar recuerdos que ya no estaban allí, tratando de sumergirme en mi vasto lago de conocimientos para descubrir que había quedado reducido a una piscina infantil. No se puede hacer gran cosa con una piscina infantil por cerebro.

En el porche de la Casa Grande, un joven moreno nos estaba esperando. Llevaba un pantalón negro descolorido, una camiseta de los Ramones (puntos extras por el buen gusto musical) y una cazadora de piel negra. Una espada de hierro estigio le colgaba a un lado.

—Me acuerdo de ti —dije—. ¿Nicholas, hijo de Hades?

Nico di Angelo. —Me observó, con sus ojos penetrantes y sin color como cristales rotos—. Así que es cierto. Eres totalmente mortal. Te envuelve un halo de muerte: las posibilidades de morir son elevadas.

Meg resopló.

—Parece el pronóstico del tiempo.

No me hizo gracia. Estando cara a cara con un hijo de Hades, me acordé de los muchos mortales que había mandado al inframundo con mis flechas infectadas. Siempre me había parecido una diversión sana: imponer castigos merecidos por actos reprobables. Ahora empezaba a entender el terror en los ojos de mis víctimas. No quería que se cerniese sobre mí un halo de muerte. Desde luego no quería que el padre de Nico di Angelo me juzgase.

Will posó la mano en el hombro de Nico.

—Tenemos que volver a hablar de las habilidades de tu gente, Nico.

THE TRIALS OF APOLLO Where stories live. Discover now