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☀︎ ¦ CHAPTER 005.

« ¿Te cuento una historia? También puedo desmayarme y retorcerme en el sofá »
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En ese momento Leo tenía que haberse sentado a mis pies y escuchar, embelesado, cómo yo le relataba la historia. En cambio, señaló vagamente el taller con la mano.

—Sí, claro. Voy a ver la fragua.

Y me dejó solo. Busque a mi pelirroja amiga encontrándola sentada en uno de los sofás no tan lejos.

—¿Akira?

—¿Mh?.—Ni si quiera me miro.

—Nada.

Los semidioses de hoy. La culpa de su limitada capacidad de concentración la tienen los medios de comunicación. Es muy triste que ni siquiera puedas pararte a escuchar a un dios soltar una perorata.
Lamentablemente, la historia insistía en ser recordada. Voces, rostros y emociones de hacía tres mil años inundaron mi mente y se apoderaron de mis sentidos con tal fuerza que estuve a punto de desmayarme.
A lo largo de las últimas semanas, durante nuestro viaje hacia el oeste, esas visiones me habían asaltado con una frecuencia alarmante. Tal vez era porque mis defectuosas neuronas humanas trataban de procesar recuerdos divinos. Tal vez Zeus me estaba castigando con vivas evocaciones de mis fracasos más sonados. O tal vez simplemente mi etapa como mortal me estaba volviendo loco.
En cualquier caso, apenas había llegado al sofá más cercano cuando me desplomé.
Era vagamente consciente de que Leo y Josephine se encontraban en el puesto de soldadura, Josephine con el equipo de soldadora y Leo en calzoncillos, charlando del trabajo en el que Josephine estaba ocupaba. No parecía que se percatasen de mi angustia.
Entonces los recuerdos me envolvieron.
Me vi flotando sobre el antiguo Mediterráneo. Centelleantes aguas azules se extendían hasta el horizonte. Un viento cálido y salado me elevaba. Justo debajo, los acantilados blancos de Naxos se alzaban de entre las olas como las barbas de la boca de una ballena.
Dos chicas huían de un pueblo a unos trescientos metros tierra adentro en dirección al borde del acantilado, perseguidas de cerca por una muchedumbre armada. Los vestidos blancos de las chicas se henchían, y su largo cabello moreno se agitaba al viento. A pesar de ir descalzas, el terreno rocoso no les hacía aminorar la marcha. Bronceadas y ágiles, saltaba a la vista que estaban acostumbradas a correr por el campo, pero se dirigían a un callejón sin salida.
A la cabeza del grupo, un hombre corpulento con túnica roja gritaba y agitaba el mango de una vasija de cerámica rota. Una corona de oro brillaba sobre su frente. En su barba gris había manchas de vino.
Recordé su nombre: Estáfilo, rey de Naxos. Hijo semidivino de Dioniso, Estáfilo había heredado los peores rasgos de su padre y ni un ápice de su espíritu festivo. Presa de un ataque de furia provocado por el alcohol, gritaba que sus hijas habían roto su mejor ánfora de vino y que por eso, como era natural, tenían que morir.

—¡Os mataré a las dos! —gritaba—. ¡Os haré pedazos!

Si las chicas hubieran roto un violín Stradivarius o una armónica bañada en oro, habría entendido su ira. Pero ¿una vasija de vino?
Las chicas siguieron corriendo, pidiendo ayuda a gritos a los dioses.
Normalmente un episodio como ese no habría sido de mi incumbencia. La gente pedía ayuda a los dioses continuamente. Casi nunca ofrecían nada interesante a cambio. Probablemente yo habría sobrevolado la escena pensando: «Vaya por los dioses, qué lástima. Uy. ¡Eso ha debido de doler!», y luego me habría ocupado de mis asuntos.
Sin embargo, ese día en concreto yo no volaba sobre Naxos por casualidad. Iba a ver a la espectacular Reo —la hija mayor del rey—, de la que daba la casualidad de que estaba enamorado.

THE TRIALS OF APOLLO Where stories live. Discover now