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♪ ¦ CHAPTER 26.

« Separarse es triste. No tiene nada de bonito. No me pises la cara »
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Los árboles empleaban sus voces interiores.
Al cruzar la entrada me di cuenta de que seguían hablando en tono familiar, parloteando absurdamente como sonámbulos en un cóctel.
Escudriñé la arboleda. Ni rastro de Meg. La llamé. Los árboles respondieron levantando la voz y haciéndome bizquear del mareo.

Azules cavernas.
Arria la bandera.
Al oeste, un incendio.
Las páginas se van sucediendo. Indiana.
Madura banana.
Felicidad inminente.
Cucarachas y serpientes.
Encuentra el fuego resplandeciente.
Las flamas encontrarán el camino al sol.
La luna encontrará apoyo en la guerra.

Nada tenía sentido, pero cada verso poseía carga profética. Me sentí como si docenas de enunciados importantes, todos cruciales para mi supervivencia, se mezclasen, cargasen en una escopeta y disparasen a mi cara.
(Oh, qué imagen más buena. Tendré que utilizarla en un haiku.)

—¡Meg! -grité otra vez.

Seguía sin haber respuesta. El bosque no parecía tan grande. ¿Cómo era posible que no me oyese? ¿Cómo era posible que yo no la viese?
Avancé con gran esfuerzo, tarareando en un tono perfecto de la a cuatrocientos cuarenta hercios para no perder la concentración. Cuando llegué al siguiente círculo de árboles, los robles adoptaron un tono más familiar.

—Eh, colega, ¿tienes una moneda? —preguntó uno.

Otro intentó contarme un chiste de un pingüino y una monja que entran en un restaurante de comida rápida. Un tercer roble estaba soltando un rollo comercial a su vecino sobre un robot de cocina.

—¡Y no te vas a creer lo que hace con la pasta!

—¡Qué pasada! —exclamó el otro árbol—. ¿También hace pasta?

—¡Tallarines frescos en unos minutos! —respondió entusiasmado el roble vendedor.

No entendía por qué un roble quería vender tallarines, pero seguí adelante. Temía que si escuchaba más de la cuenta acabaría comprando el robot de cocina en tres cómodos plazos de 39,99 dólares, y perdería el juicio para siempre.
Finalmente llegué al centro de la arboleda. Al otro lado del roble más grande se hallaba Meg, con la espalda contra el tronco y los ojos bien cerrados. Los móviles de viento seguían en su mano, pero colgaban descuidadamente a un lado. Los cilindros de latón tintineaban, amortiguados contra su vestido.
A sus pies, Melocotones se balanceaba de un lado a otro, riéndose tontamente.

—¿Manzanas? ¡Melocotones! ¿Mangos? ¡Melocotones!

—Meg. —Le toqué el hombro.

Ella se estremeció. Fijó la vista en mí como si fuera una hábil ilusión óptica. Le brillaban los ojos de miedo.

—Es demasiado —dijo—. Demasiado.

Las voces la tenían en sus garras. A mí me resultaban bastante difíciles de soportar -como cien emisoras de radio sonando al mismo tiempo y dividiendo mi cerebro en cien canales-, pero yo estaba acostumbrado a las profecías. Meg, por otra parte, era hija de Deméter. A los árboles les caía bien. Todos intentaban compartir cosas con ella y llamarle la atención al mismo tiempo. No tardarían en quebrar irreparablemente su cerebro.

THE TRIALS OF APOLLO Where stories live. Discover now