025

322 41 13
                                    

__________________________

☀︎¦CHAPTER 025.

« Necesitas a Village People para proteger tu mente. Y.M.C.A. Sí, señor »

__________________________


Uf, esta parte es difícil de contar. Soy unnarrador nato. Tengo un talento infalible para el drama. Quiero relatar lo que debería haber pasado: que salté adelante gritando: «¡Noooooo!» y di vueltas como un acróbata, aparté de un golpe la cerilla encendida, y luego hice una serie de movimientos ultrarrápidos de Shaolin, le pegué a Nerón en la cabeza y me cargué a sus guardaespaldas antes de que pudieran recuperarse.
Oh, sí. Eso habría sido perfecto. Lamentablemente, me debo a la verdad.

En realidad, farfullé algo así como «¡Nooo looo haaaga!». Puede que agitase el pañuelo brasileño con la esperanza de que su magia destruyese a mis enemigos.
El auténtico héroe fue Melocotones. El karpos debía de haber percibido los verdaderos sentimientos de Meg, o quizá simplemente no le gustaba la idea de que se quemasen bosques. Se lanzó por los aires lanzando su grito de guerra (lo has adivinado): «¡Melocotones!». Cayó sobre el brazo de Nerón, arrebató la cerilla encendida de la mano del emperador de un bocado y acto seguido aterrizó a cierta distancia, pasándose la mano por la lengua y gritando: «¡Gema! ¡Gema!». (Que supuse que quería decir «quema» en el dialecto de las frutas caducifolias.)

La escena podría haber resultado graciosa, pero los germani habían vuelto a levantarse, cinco semidioses y un espíritu de un géiser seguían atados a unos postes sumamente inflamables y Nerón aún tenía una caja de cerillas.
El emperador se quedó mirando su mano vacía.

—¿Meg...? —Su voz sonó fría como un témpano—. ¿Qué significa esto?

—¡M-melocotones, ven aquí! —La voz de Meg había adquirido un tono crispado de miedo.

El karpos saltó a su lado. Siseó a Nerón, a los germani y a mí. Meg tomó aire trémulamente; era evidente que estaba armándose de valor.

—Nerón... Melocotones tiene razón. No... no puedes quemar vivas a estas personas.

Nerón suspiró. Buscó apoyo moral en sus guardaespaldas, pero los germani todavía parecían atontados. Se daban golpes en los lados de la cabeza como si tratasen de sacarse agua de los oídos.

—Meg —dijo el emperador—. Estoy haciendo un gran esfuerzo por mantener a raya a la Bestia. ¿Por qué no me ayudas? Sé que eres una niña buena. No te habría dejado vagar por Manhattan sola, haciendo de niña de la calle, si no hubiera tenido la seguridad de que sabías cuidar de ti misma. Pero la indulgencia con tus enemigos no es una virtud. Eres mi hijastra. Cualquiera de estos semidioses te mataría sin dudarlo si se le diese la oportunidad.

—¡Eso no es cierto, Meg! —intervine—. Ya has visto cómo es el Campamento Mestizo.

Ella me observó con inquietud.

—Aunque... aunque fuese cierto... —Se volvió hacia Nerón—. Me dijiste que nunca me rebajase al nivel de mis enemigos.

—Desde luego que no. —El tono de Nerón se había tensado como una cuerda—. Somos mejores. Somos más fuertes. Construiremos un nuevo mundo glorioso. Pero estos árboles se interponen en nuestro camino, Meg. Hay que quemarlos, como las malas hierbas invasoras. Y la única forma de hacerlo es con un auténtico incendio: llamas avivadas por sangre. Hagámoslo juntos, y dejemos a la Bestia fuera de esto, ¿vale?

Por fin, en mi mente, algo encajó. Recordé cómo mi padre solía castigarme hacía siglos, cuando era un dios joven que aprendía las costumbres del Olimpo. Zeus acostumbraba a decir:
«No te pongas a malas con mis rayos, muchacho». Como si los rayos tuvieran mente propia, como si Zeus no tuviera nada que ver con los castigos que me imponía. «No me eches a mí la culpa -daba a entender su tono-. Es el rayo el que ha quemado hasta la última molécula de tu cuerpo.» Muchos años más tarde, cuando maté a los cíclopes que hicieron el rayo de Zeus, no fue una decisión precipitada. Siempre había odiado esos rayos.
Era más fácil que odiar a mi padre.
Nerón adoptaba el mismo tono cuando se refería a la Bestia. Hablaba de su ira y su crueldad como si fueran fuerzas que escapasen a su control. Si montara en cólera, responsabilizaría a Meg. Me asqueó darme cuenta de eso. Meg había sido entrenada para ver a su bondadoso padre Nerón y a la aterradora Bestia como a dos personas distintas. Ahora entendía por qué ella prefería pasar el tiempo en los callejones de Nueva York. Entendía por qué tenía aquellos cambios de humor tan bruscos, por qué pasaba de hacer la rueda a cerrarse en banda en cuestión de segundos. Ella nunca sabía qué podía despertar a la Bestia.
Clavó sus ojos en mí. Le temblaban los labios. Supe que buscaba una escapatoria: un argumento elocuente que aplacase a su padre y le permitiese obedecer a su conciencia. Pero yo ya no era un dios con labia. No podía dejar callado a un orador como Nerón. Y no pensaba echarle la culpa a nadie como hacía Nerón gracias a la Bestia.

THE TRIALS OF APOLLO Where stories live. Discover now