CAPÍTULO LXIX

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A pesar de que sus hermanos ya habían dejado la habitación, tal como había pedido, Hudson no se movió ni un milímetro de aquella esquina, no soltó el cuerpo de Katherine de entre sus brazos, no hizo nada. Las lágrimas dejaron de fluir con el paso de los minutos, dejando una espesa capa de sangre reseca por todo su rostro. Seguía en la misma posición; sentado de espaldas a la pared, con las rodillas encogidas y la cabeza apoyada sobre el lado izquierdo del pecho de la joven cazadora, creyendo oír una secuencia de latidos que mantenían viva su esperanza.

Todo estaba en absoluto silencio. No se escuchaban gritos, conversaciones o siquiera suspiros, cuando la realidad era que el castillo se había vuelto un completo descontrol. Guardias exhaustos, que no sabían a qué miembro de la familia McClaine obedecer, (habiendo gran variedad de opiniones entre los altos mandos), y empleados confusos que no se hacían una mínima idea de lo que estaba sucediendo. No había duda; ese cuarto estaba insonorizado. Cosa que explicaba el por qué, pese a haber gritado día tras día con todas sus fuerzas, nadie acudió en la ayuda del vampiro.

Los príncipes manejaron la situación lo mejor que supieron: encadenaron a Maximus en una mazmorra subterránea, cuya existencia solo ellos conocían, arrestaron a aquellos guardias que manifestaron abiertamente lealtad hacia el monarca, y sellaron las salidas, para que nada ni nadie pudiera salir y nada ni nadie pudiera entrar. No podían arriesgarse a que algún traidor alertase a los nobles y estos les declarasen la guerra. Pues esto se traduce en que la nobleza empezaría a saltarse las reglas. Reglas, que los príncipes impusieron para la protección de los humanos, como la hora de caza. Durante el reinado de Maximus no había limitaciones, los vampiros podían cazar a cualquier hora y a cualquier persona, aunque no hubieran hecho nada y estuvieran en su propia casa.

Por eso el rey tiene el apoyo de las nueve familias, porque a ninguno de ellos les importan las vidas humanas. 

Y según los rumores, asesinar a mortales les causa sensaciones placenteras, eróticas.

Alrededor de una hora después, una vez se aseguraron de tener todo bajo control, volvieron a la sala de torturas donde se hallaba su hermano. Mace fue la primera en atreverse a entrar; ninguno quería ver a Hudson en esa situación, sufriendo tanto, a pesar de no haber hecho nada malo. 

¿Por qué siempre era él el que tenía que acabar destrozado?

Sus ojos ya no tenían ese brillo de felicidad que había recuperado al reencontrarse con Katherine; estaban opacos, sin vitalidad. La morena se abrazó a sí misma, afligida. 

Aunque solo uno había fallecido, ambos se veían como cuerpos sin vida.

– Ey...–le llamó. Él ni siquiera se giró para verla–, tienes que salir de aquí.

– Hudson, por favor–. Sollozó su hermana desde el marco de la puerta.

Nada conseguía llamar su atención, hacerle reaccionar.

– No puedes quedarte aquí toda la vida..., ella no lo habría querido.

Viendo que ningún discurso reconfortante iba a surtir efecto, decidieron darse por vencidas. Ninguno de los presentes era capaz de concebir el dolor de su hermano. No hay nada más doloroso en este mundo, que ver morir a aquella persona que le da sentido a tu vida, tener que observar el cuerpo inerte de tu alma gemela, sabiendo que sufrió una muerte lenta y dolorosa. Tener que vivir con la culpa de que fuiste tú el que la dejó ir, o en este caso, el que hizo que se fuera.

No, ninguno se hacía ni una mínima idea.

– Hudson, escúchame–. Intervino Erik. Se le había ocurrido una pequeña idea, algo fugaz que podría hacerle entrar en razón–. Si te quedas aquí, en esta habitación tan fría y húmeda, Katherine tendrá frío. Ya sabes cómo son los mortales respecto a las bajas temperaturas, y mira su ropa: con ese camisón tan fino se congelará.

INVICTUSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora