CAPÍTULO LXXXVII

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—Eres un maldito idiota... —balbuceé entre lágrimas—, ¡cre-creí que te había pasado algo!

—No llores más, por favor.

—¡¿Cómo me pides eso?! —me separé bruscamente y le miré con un creciente enfado— ¡¿cómo eres capaz de pedirme eso, sabiendo que mañana te irás otra vez?! ¡Y a saber por cuánto tiempo!

—Katherine..., escúchame un momento.

—¡No quiero escuchar nada! —me crucé de brazos y volví a ocultarme entre las sábanas, al igual que unos minutos antes; con la cabeza bajo la almohada.

—Princesa, por favor... —Me quedé totalmente inmóvil y en silencio, esperando así su explicación pero sin dejar mi orgullo a un lado. Él suspiró pesadamente— Creíamos que los nobles condenarían la muerte de mi abuela y exigirían, como mínimo, el encierro permanente de Maximus. Sin embargo, le han justificado de todas las maneras posibles y nos han reclamado su inmediata liberación. —Me levanté lentamente y le miré incrédula.

—¿Qué...?

—Incluso intentaron justificar que haya intentado matarte. —Aseguró— Llevamos días con las negociaciones y parece que hemos llegado a un punto clave. Puede que acepten destituir a mi abuelo, pero solamente cumpliendo sus estúpidas peticiones. Por eso tenemos que volver. Para negociar.

—No vayas. —Me acerqué nuevamente, gateando hasta posicionarme sobre su regazo. Coloqué mis manos a ambos lados de sus mejillas. Mis ojos volvieron a cristalizarse— Quédate aquí, conmigo.

—Sabes que no puedo. —Las lágrimas descendieron nuevamente por mis mejillas sin control alguno. Él trató de decir algo, y yo solo me limité a esconderme en el hueco de su cuello.

—Por favor... —sollocé—, quédate..., quédate conmigo.

—Katherine..., sabes que no puedo. —Reí sin gracia y me separé unos centímetros para poder mirarle a la cara.

—¿Cuánto tiempo? ¿cuánto tiempo te quedarás allí?

—No lo sé, —se encogió de hombros— probablemente un par de días.

—Ya, eso dijiste la última vez. —Quise ir al baño para lavarme la cara con agua fría, así que, con una mueca de decepción, me levanté de su regazo.

En cuanto se percató de que intentaba alejarme, me sujetó fuertemente por la cintura y tiró de mí hasta hacerme caer sobre su pecho. Mi labio inferior volvió a temblar de impotencia. Estaba a punto de romper en llanto una vez más.

—Ey, ey, ey —me susurró al oído con un tono de reproche—. Llevo dos malditas semanas sin verte, no voy a dejar que te separes de mí ni un milímetro.

Enredó sus brazos un poco más abajo de mi cadera y me apretó contra él. Sin necesidad de hacer el más mínimo esfuerzo, me cogió en brazos y me obligó a enrollar las piernas alrededor de su torso, haciendo que nuestros cuerpos quedaran totalmente pegados.

Caminó hasta llegar a la cama y me posó delicadamente sobre el colchón. Inmediatamente dejó un beso en mi frente y se fue al vestidor para, según supuse, ponerse el pijama. Salió de este con una camiseta y un pantalón de manga larga.

Cabe recalcar que aquella camiseta era blanca, ajustada y un poco translúcida. Por tanto, sus abdominales se marcaban a través de la tela, al igual que los músculos trabajados de sus brazos.

Por no hablar de que ese pantalón, a pesar de ser holgado, le hacía un trasero espectacular.

Permanecer enfadada con semejantes vistas es bastante difícil.

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