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—Por favor —sollozó—. ¡Ya no le hagas daño, por favor!

Los gritos de su madre se escuchaban desde la otra habitación. Voldemort la había llevado hacia una pequeña celda que había en el mismo sótano. Eran cuatro paredes y la puerta muy pequeña, por lo que el lugar se sentía demasiado pequeño para ellos dos.

—Por favor, tómame a mí, pero deja a mis niños.

Phoebe apretó sus párpados levemente, intentando sacarse la voz de su madre de la cabeza. Lo recordaba. Solo tenía dos años, pero lo recordaba.

La noche en la que Voldemort irrumpió en su casa para asesinar a su hermano, llevándose a sus padres en el intento, se había quedado grabada en su memoria y volvió a su cabeza en forma de pesadillas al pasar los años.

Recordaba a su madre llorando, rogando por la vida de sus niños. Pero Voldemort no había tenido piedad esa noche y tampoco la tenía en ese momento.

De pie, observó a Phoebe tirada en el suelo, hecha un ovillo. Los espasmos se adueñaban de su cuerpo, puesto que había usado la maldición Cruciatus tantas veces en ella que su cuerpo ya ni siquiera respondía.

Sin embargo, Tom Riddle tenía que admitir que la adolescente era un hueso duro de roer. No había dicho ni una palabra sobre el futuro, y concentró todas sus fuerzas en proteger su mente para que no puedan meterse dentro de sus recuerdos otra vez. Era algo casi admirable. Pero innecesario. Todo aquel dolor que la muchacha estaba soportando podría evitarse si tan solo le daba la información que él quería.

Se agachó a su lado y le quitó los mechones de su cabello con suma delicadeza. Sus ojos estaban brillosos, pero perdidos. No lo miraban a él, por lo que Tom la tomó de la mandíbula para obligarla a mirarlo.

—Phoebe, querida, puede que no me creas pero de verdad odio tener que hacerte daño —susurró, con un tono de voz tan suave que Phoebe cerró sus ojos durante unos segundos—. Todo esto puede terminar. Tú solo debes decirme lo que sabes.

No recibió respuesta, pero no se sorprendió. Ya ni siquiera le quedaban energías para gritar.

Se enderezó, acomodó el cuello de su túnica y volteó al oír unos forcejeos. Al salir a la otra habitación pudo ver a Rabastan luchando para hacer que su hermano lo suelte. Al verlo salir, ambos se quedaron quietos.

—Mi Señor, mi hermano tuvo una rabieta. Discúlpeme, no volverá a pasar...

Con un gesto de mano, Voldemort hizo que Rodolphus guardara silencio.

—¿Quieres ver a tu novia? —preguntó.

Utilizó su varita para atraerla a ellos, arrastrándola por el sucio suelo hasta sus propios pies. Un rayo de luz rojo golpeó el pecho de la chica. Sus ojos se pusieron un blanco y su cuerpo se convulsionó de dolor.

Lily sollozó al verla, abrazada a Harry. Rabastan se sacudió, pero su hermano no lo dejó ir.

—¡Phoebe! —le gritó el ojiverde, esperando que la muchacha moviera una mano, le guiñara un ojo o le diera cualquier indicio de que todo aquello era un simple acto.

No sucedió. Phoebe seguía inconsciente.

—Dejó de responder hace tres o cuatro Crucios atrás —le informó, quitándole importancia con un gesto de mano y dibujó una sonrisa—. Debiste haberla oído gritar.

Volvió a apuntarla con la varita, pero la firma voz del adolescente lo interrumpió.

—Déjela —le pidió—. Le diré todo lo que quiera saber, me uniré a los mortífagos. Pero ya no le haga daño.

Sixteen [Regulus Black]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora