CAPÍTULO XIV

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Capítulo editado

Esa mañana lady Emily había decidido observar a través de la ventana de su habitación como la mayor de sus hijas, su dulce Margareth, se alejaba en el carruaje de lady Basset

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Esa mañana lady Emily había decidido observar a través de la ventana de su habitación como la mayor de sus hijas, su dulce Margareth, se alejaba en el carruaje de lady Basset. Estaba contenta de que ella tomara la iniciativa de salir de su hogar, más aún con personas que no fuera algún integrante de la familia e incluso, no le importaba que su hija no estuviera acompañada con jóvenes de su edad.

—Estará bien, Emily —el alentador comentario de su esposo la hizo apartarse del ventanal y observarlo—: Si no se sintiera a gusto con ir a la modista y con lady Basset, no dudaría en negarse y buscarnos para que le ayudemos.

—Eso lo sé, pero...

—Nada de peros, querida —murmuró el conde a su mujer con una leve sonrisa. Su esposa, quien solía preocuparse por la mayor de sus hijas más de lo que le gustaría admitir, no hacía más que vagar con sus pensamientos llenos de preocupación—. Margareth ya es una joven de diecinueve años, debemos apoyarla en estos momentos y no hacerle ver que nos preocupamos más de lo que dejamos ver. Estoy seguro de que ella querría que confiáramos en su fortaleza para salir adelante por sí misma.

Por eso, cuando ambos terminaron de tomar su desayuno su esposo la dejó a solas en el jardín donde se encargaba de que los empleados mantuvieran podados los setos y las doncellas se encargaban de que ella no necesitara nada mientras pasaba su mañana al aire libre. Por otro lado, algunas de ellas se le acercaban para informarle sobre las tareas que estuvieran realizando sus hijos.

Fue entonces que recordó una conversación que había tenido con Margareth hace un tiempo.

¿Por qué no puedo usar otros vestidos? —recordó lo que había preguntado su hija, quien apenas había cumplido la edad de dieciocho años—: Estos así hacen que el vestido parezca bastante antiguo y que ya han perdido su color original.

Porque es una tradición familiar —había respondido la condesa—: Hasta que sigas soltera tendrás que vestir los cuatro colores de la familia —su mirada la recorrió por todo el cuerpo. Su ceño se había fruncido y le apretujó las mejillas—. Tenemos que buscar una manera para que el color amarillo y azul no te hagan lucir enferma.

Eso es porque los vestidos son demasiado claros para mi tipo de piel —dijo la joven con enfado al verse en el espejo—. He escuchado a varias debutantes que conmigo en el mercado del matrimonio ven más oportunidades de llamar la atención de los caballeros. Lo cual no niego, a mi lado todas ellas lucen hermosas con sus vestidos que les favorecen.

Bueno, al menos tendremos el consentimiento de que el joven que pida tu mano en santo matrimonio se ha percatado en ti aun cuando no te favorecían los vestidos —murmuró la condesa, quien observaba con detenimiento el vestido, en caso de que la modista no hubiera realizado bien las medidas—. Esa es la idea de usar vestidos horrorosos. Yo igual sufrí como tú con ellos, aunque mi madre solo me obligaba a usar en tonos verdes y, a diferencia de estos casi blancos, los míos eran unos tonos más oscuros y parecía que hubieran arrojado mis vestidos en un balde de vómito.

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