CAPÍTULO XXXII

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Capítulo editado

John soltó un suspiro cuando tuvo que dejar el cuaderno de lado, ya que la oscuridad no le permitía seguir leyendo

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John soltó un suspiro cuando tuvo que dejar el cuaderno de lado, ya que la oscuridad no le permitía seguir leyendo.

Observó con el ceño fruncido el exterior, en un vago intento de descubrir cuánto habían avanzado antes de que oscureciera por completo. Por lo que sabía, tardarían al menos ocho horas en llegar hasta Petersfield, una vez ahí pediría al primer chofer quedarse y pedir otro que los acompañase por el resto del viaje; luego, serían dos días hasta Londres. Siempre y cuando el clima estuviera de su lado.

No procesaba por completo haber leído dos años de vida de Margareth Middleton y lo poco que mostraba de ella misma incluso en aquel diario. Pero aún más importante, ¿hace tanto tiempo que ella le observaba? Se sentía horrible saber aquello, el hecho de que nunca recayó en la presencia de la joven, quien le observaba con tanto anhelo desde hacía tres años. Mientras que él, por otro lado, se dedicaba en prestarle atención a las jovencitas que su madre le presentaba en cada ocasión.

Dejó caer su cabeza hacia tras observando el techo del carruaje, tratando de ordenar el hilo de sus pensamientos. Durante los días que la joven visitó su hogar en Londres, él se veía incapaz de apartar su mirada de ella, cada sonrisa, cada suspiro, cada palabra pronunciada, provocaba en él algo que no había sentido por ninguna mujer. Por ello mismo, su apuro de distanciarse de la ciudad era porque Margareth Middleton pasaba la mayor parte del tiempo en su mente y no se atrevía a reconocer sus propios sentimientos.

Por segunda vez suspiró al cerrar sus ojos e imaginarse frente a lo joven que le estaba confundiendo los pensamientos. En aquellos hermosos ojos grises, en sus labios finos, en su nariz respingada que suele fruncirse al reír y de aquella cabellera castaña oscuro que le hacían picar las yemas de los dedos para acariciarla.

Antes de caer en un profundo sueño, se imaginó a la joven a su lado, ambos siendo felices en Petersfield e incluso no veía cómo aquella visión podría ser posible con otra mujer que no fuera ella y se le estaba siendo imposible imaginar a su futura esposa sin rostro. En cada una de sus proyecciones matrimoniales la veía a ella, a nadie más que a Margareth Middleton y esperaba que no fuera demasiado tarde.

Luego de eso, durmió el resto del viaje hasta que sintió un leve toque en su hombro derecho y una voz que no distinguía por completo en la oscuridad.

—Señor —escuchó mientras volvían a moverlo en un intento de despertarlo—: Señor, hemos llegado.

Al oír aquello abrió con rapidez los ojos y pudo ver la puerta del carruaje abierta.

—¿Londres? —preguntó deshorientado.

—No señor —respondió uno de sus sirvientes—. Estamos en Petersfield, ambos cocheros que llegaron con usted están preparando todo para el viaje más largo —comentó mientras le ayudaba a bajar del carruaje—: Han ido a buscar los mejores caballos para que se tomen un buen descanso con los que han llegado.

—Excelente idea —alabó John al personal de servicio.

—La ama de llaves le ha ordenado a una de las cocineras de que le prepara a todos algo para el viaje —dijo, mientras le entregaba una canasta. Realizó una pausa, con nerviosismo—. Señor, si me permite entrometerme en sus asuntos, ¿puedo tomarme las libertades de preguntar?

—Adelante, he sido yo quien ha arribado en Petersfield sin avisar con antelación mi llegada.

Su empleado asintió y observó los alrededores antes de hablar:

—¿Por qué ha decidido regresar a Londres? —preguntó—: Creí que permanecería más tiempo en las otras propiedades.

John no dudaba que todo el personal de servicio que residía en Petersfield no vieran extraño su apuro por volver a la ciudad; por lo que decidió decir la verdad, creyendo que esta podría no ser tan incómoda, solo sería vergonzoso saberse ser la comidilla de los susurros de sus empleados.

—Iré a buscar a la nueva baronesa de Petersfield —respondió avergonzado—. Si todo sale bien, la próxima vez que visite Petersfield, estaré acompañado de la nueva señora de la casa.

John observaba la llegada de sus cocheros con los nuevos caballos e ignoraba la reacción de su sirviente que, pese a la incredulidad de la noticia, la felicidad de por fin tener una mujer que tomase el mando de la servidumbre y de que el señor al que servía había decidido sentar cabeza.

John saludó a los cocheros y les permitió realizar el cambio en silencio mientras que pensaba en el tiempo que supondría todo aquello.

—Señor, disculpe —murmuró anonadado aún su sirviente—: ¿Acaba usted de decir que ya ha encontrado a la nueva baronesa?

—Ah, sí, eso he dicho —murmuró Jonh—: Aún debo pedir la mano de la señorita, por eso necesito que el carruaje parta cuanto antes a Londres —dijo mientras caminaba hacia los cocheros y dejaba la canasta en el suelo—: Ustedes dos suelten a esos caballos, yo me encargaré de sujetar a los nuevos.

Diez minutos después, ya se encontraba nuevamente en camino a la ciudad y le había entregado algo de comida a sus cocheros, la necesitarían.

El resto del viaje ocurrió sin contratiempos, excepto por las pausas que debían hacer para que los caballos descansaran y se alimentaran, o, cuando ellos necesitaban tomarse el tiempo de recurrir a un baño improvisado en la naturaleza.

Para cuando John despertó debido a los primeros rayos de luz eran las siete de la mañana, por lo que tras comer algo como desayuno y arreglar el chal del cochero que descansaba frente a él.

Se dedicó alrededor de una hora en observar el paisaje verdoso que comenzaba a ser iluminado por los rayos del sol, el campo siempre le había parecido más hermoso que la ciudad y; estaba seguro, que una vez las fincas que estaba reparando estuvieran listas para ser nuevamente habitadas, sería difícil para él permanecer demasiado tiempo en Petersfield. Pese que esta era su propiedad más grande, las otras dos quedarían igual de hermosas.

Entonces, mientras observaba el exterior, recordó que aún le quedaban hojas por leer del diario de la señorita Margareth y lo tomó, hojeando con delicadeza y deteniéndose unos segundos para apreciar la prolija y delicada letra de la joven.

Entonces, mientras observaba el exterior, recordó que aún le quedaban hojas por leer del diario de la señorita Margareth y lo tomó, hojeando con delicadeza y deteniéndose unos segundos para apreciar la prolija y delicada letra de la joven

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