CAPÍTULO XXVI

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Capítulo editado

Mentir no era algo que disfrutaba hacer, pero al menos así no tendría que verse envuelta en preguntas a las que no tendría respuestas

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Mentir no era algo que disfrutaba hacer, pero al menos así no tendría que verse envuelta en preguntas a las que no tendría respuestas.

—¿Ya es hora de almorzar? —preguntó Margareth mientras caminaba con lentitud hacia las escaleras. Era mejor ocultar aquella carta, porque los ojos de sus hermanas estaban puestos en el papel en sus manos—: Iré a peinarme mientras sirven la comida.

La condesa asintió mientras tomaba a sus hijas menores y las guiaba hacia el saloncito más cercano.

—Ustedes dos, señoritas —dijo recalcando lo último con enfado—: Necesitarán más lecciones de comportamiento o, tal vez, pediré a su padre que las envíen a una escuela para señoritas.

Con rapidez, Margareth subió las escaleras hacia su cuarto en el tercer piso, con la intención de ocultar la carta junto a sus cuadernos que le servían como diario.

Las cortinas de su habitación ya se habían abierto e iluminaba todo el lugar, por lo que era un verdadero contraste con las emociones que estaba sintiendo en esos momentos. Pero como debía bajar con su familia, contuvo el dolor y las lágrimas que amenazaban por salir a la superficie ¡Por Dios! Su madre era la más escandalosa ante cualquiera que fuese el estado de ánimo que ella tuviese como, por ejemplo, la vez que estuvo llorando por el final trágico de una novela y sus ojos habían enrojecido, su madre tardó varios minutos en comprender que sus lágrimas habían sido por un libro.

El silencio se apoderó de sí misma, como era habitual, e ingresó a su armario donde se arrodilló y buscó la madera suelta que estaba cubierta por una valija. Su pequeño escondite donde albergaba todas sus posesiones más importantes. En el guardaba una caja que contenía todas las hojas plasmadas con sus más profundos pensamientos, todos y cada uno de ellos, acumulados por casi cinco años.

Dobló con cuidado la carta de lord Basset y la guardó dentro de uno de sus cuadernos o, diarios de vida, para darle una etiqueta a lo que ella solía escribir en altas horas de la noche.

Antes de salir de su habitación, optó por cambiarse el vestido y realizarse una simple trenza en su cabello, al menos aquello sería una señal clara de su tardanza, por lo que mientras bajaba hacia el comedor, trató de calmar sus nervios y, dándose ánimos, se unió a su familia.

—Phillip piensa llegar una semana después que Michael —comentaba lady Emily a su esposo—: Según escribió en su carta, un profesor muy respetado dará una clase de su actual investigación.

—Nada más que mentiras.

El susurro de Frederick al lado de la joven hizo que se sobresaltara.

—¿Qué? —preguntó Margareth en voz baja a su hermano.

—Phillip le está mintiendo a nuestra madre —dijo en voz baja mientras la guiaba a su asiento. A su lado izquierdo—. Él ya está por cumplir los dieciocho años y estoy seguro de que sus amistades le llevarán con alguna mujer.

Margareth, horrorizada de lo que insinuaba su hermano mayor, observó con rapidez la mesa y, alivio cruzó su rostro cuando comprobó que nadie estaba pendiente de ellos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.

—Es casi como una tradición en algunos grupos de amistades en Eton —respondió mientras comenzaban a servirles la comida—. Aunque dicen que es más habitual cuando se va a la universidad.

—Pero él aún es menor de edad —recriminó la joven—. Phillip no sería capaz de aceptar.

—Tal vez, pero Edmund asistió a una de esas salidas —confesó Frederick—. Pero nunca salió de aquel lugar con una mujer, según me comentó, no tuvo el suficiente valor.

La joven dio un trago a su bebida cuando se atrevió a preguntar.

—¿Y tú? —preguntó Margareth—. Dime, Fredrick, ¿fuiste a alguna salida?

Él negó con una sonrisa burlona.

—Ni siquiera fui capaz de asistir al lugar donde planeaban discutir sobre cuándo sería el día —respondió—. Me acobardé en el momento en el que mencionaron el tema de que estaba por terminar el año y de que pronto todos seríamos mayores de edad, lo que significaba que podríamos ser candidatos para hacernos hombres.

Margareth arrugó su nariz en claro desagrado por el tema de conversación.

—Lo sé, es asqueroso lo mucho que pueden ser algunos hombres con respecto a eso —continuó su hermano en un susurro—. Pero prometo que jamás he asistido a ese tipo de lugares, tengo un título que heredaré y planeo tomarlo con responsabilidad.

—Serás un espléndido conde —comentó ella con una dulce sonrisa—. Confío en que lo harás bien, Frederick.

Siguieron conversando en voz baja mientras disfrutaban de la comida por casi diez minutos, cuando el mayordomo ingresó en el comedor y se acercó al oído de lord Middleton.

Sus hijos mantuvieron sus propias conversaciones en la mesa, pero atentos a lo que ocurría al otro lado de la mesa. Los cuatro pares de ojos estaban atentos en los condes que asentían al mayordomo y llamaban a una empleada para pedir preparar el almuerzo a un invitado.

—¿Quién se nos une? —preguntó Jane elevando su tono de voz.

—¿Ocurre algo especial y no lo sabíamos? —interrogó Georgiana.

—Jane, toma asiento al lado de tu hermano —ordenó lord Middleton a la menor de sus hijas. Entonces, se dirigió a los sirvientes que llegaban para servir comida y señaló a la rubia—: ¿Pueden ayudarla a cambiarse de lugar, por favor?

—A sus órdenes, milord.

Los cuatro hermanos presentes estaban por pedir una explicación sobre la situación cuando lady Basset cruzó las puertas y fue recibida por los condes de Pembroke con una sonrisa.

—Pido disculpas por presentarme sin previa invitación —dijo la baronesa cuando tomó asiento al lado de lady Middleton.

—Siempre será bienvenida en nuestro hogar, lady Basset —comentó feliz lady Emily. Luego de una pausa, su mirada se dirigió a la entrada del comedor y, otra vez, hacia la mujer a su lado—: ¿Su hijo no nos acompaña?

Lady Basset negó con la cabeza y, ante la confusión de la condesa, decidió explicar bien su comentario.

—Mi hijo no se encuentra en Londres, lady Middleton —dijo, otorgando una leve mirada a Margareth, quien se movía incómoda en su asiento—. Se ha marchado esta misma mañana y no me ha dejado nada más que una carta como despedida —comentó, pese a que todos los Middleton, excepto uno, la observaban sorprendidos—: ¿Quién diría que una vez que los hijos crecen ya no necesitan a sus padres? Ni siquiera me ha comentado sobre cuando hará su regreso a la ciudad.

El estruendo de los cubiertos de lady Emily provocaron que todos dieran un salto en sus asientos y soltaran un suspiro de pesadez, entonces exclamó:

—¿Cómo dice usted? —preguntó con sorpresa—: ¿Qué su hijo se ha marchado?

—¿Cómo dice usted? —preguntó con sorpresa—: ¿Qué su hijo se ha marchado?

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