CAJA DE PANDORA

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Los cuerpos fueron desaparecidos, así como llegaron, se fueron. Uriel se había encargado de eso y en minutos ya tenía a los cuatro hombres Brais dando vueltas por la casa, poniendo doble seguridad y quejándose por no haber pedido ayuda.

Pedir.

Ella no necesitaba pedir ayuda.

Zigor la miraba desde la esquina de la biblioteca como un halcón, estaba segura que había escuchado cuando aquellos hombres habían mencionado que había estado con el Dios, si supieran todo lo que hablaron o mejor dicho, lo que él habló y ella escuchó. ¿Qué tanto era verdad de lo que estaba escrito y por años trató de traducir? La mayoría falsedad.

Pero ahora lo que en su cabeza retumbaba era el nombre de su madre, tan latente que empezaba a dolerle la cabeza, ¿Por qué había hecho eso? Su corazón aun dolía por su partida tan inesperada, seguía sin comprender como es que tuvo el corazón para mudarse a un país lo más lejos posible y solo mandar postales, como si estuviera de vacaciones de sus tres hijos mayores. Ella era cruel, y mala.

— ¿Laura? ¿Su madre? —inquirió Uriel aun confundido con la información que sus nietos le habían dado. Se sentó en el sillón más cercano, y aunque la edad parecía acabar con él, había momentos donde era un hombre imparable, más fuerte que sus propios nietos.

— ¿Por qué? —Tartamudeó Héctor, tenía los ojos empañados al igual que Enzo, ambos recibieron aquella noticia como un disparo directo al corazón—. Debe ser mentira, ella no pudo hacer eso, sabía que sus hijos y yo estaríamos en peligro. ¡Debe ser otra Laura!

—Dijo su nombre y apellido, ahora mandé a corroborar todo, que hayan pruebas para que puedan creer ustedes —la muchacha logró decir entre tantas voces hablando. Trago duró al ver sus manos ensangrentadas, así que las pasó por su ropa, manchándola. Gruñó por lo bajo, amaba esa falda.

—No es necesario eso —la voz de Zigor hizo eco en la habitación—. Porque es verdad, ella vendió las coordenadas, la identidad de Uriel y Héctor Brais, por ende, no tuvieron que atar cabos para saber que los hijos estábamos involucrados. La historia, nuestra historia, ahora es dominio público.

— ¿Cómo puedes garantizar eso? —Enzo preguntó, su voz temblaba, no había hablado desde que llegó, no necesito revisar a su hermana al verla con la espada en la pierna del hombro, al ver sus ojos cansados y luego limpiarse con desesperación las manos.

Nunca era fácil quitarle la vida a alguien, por más que lleves años de entrenamiento, nunca es fácil, nunca aprendes a sobrellevar cada muerte. A veces creía que haber nacido en aquella familia era una maldita maldición.

—Zigor.

—Cuando mamá se fue, días antes andaba muy rara, y empecé a seguirla —el mayor de los hermanos habló, su voz grave hizo eco en la habitación. Los hermanos esperaron pacientemente, así que él fue directo a servirse una copa de licor, mientras elegía las palabras apropiadas para soltar todo lo que había guardado por veinte años—. Madre quería sacarnos de este mundo, su idea inicial fue llevarnos con ella, lejos de este círculo vicioso.

— ¿Ella quería romper el linaje?

—Siempre creí que Laura era una mujer tonta.

Ante aquel comentario, los nietos le miraron mal y Uriel calló.

—Habló con familia en Rusia, nos llevaría allá, cambiaría nuestros nombres y empezaríamos de cero —contó Zigor, su padre tembló ante eso, vio las caras de sus hijos. La sola idea de perderlos nunca fue una opción—. Ella vendió información para acabar con los corazones, para liberarnos y de paso para distraer a padre y abuelo, mientras ella nos llevaba.

EL MAR TE ESCUCHA (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora