OLAS PELIGROSAS

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Erein soltó un largo suspiro desde el barco, estaba como el día que lo dejó, con los recuerdos intactos y el dolor presente. ¿Por qué había ido en busca de aquella muchacha, que ganaba él? ¿Sufrir más? ¡Era un masoquista! Solo quería torturarse con la información que ella le había dado, en especial cuando los testigos habían dejado anotado todo lo que él hizo.

Se quitó la chaqueta quedando en una camiseta, la remangó y se sentó en un lado del barco donde no le llegaba el sol, una pequeña sombra y sacó de la mochila dos libros, uno de ellos que pertenecía al hermano mayor de los Brais, y el otro, uno que ella le prestó.

Agni Brais, tan hermosa como peligrosa. Un arma de doble filo, la había seguido en los últimos días, y agradecía que pudiese desaparecer rápidamente para que nadie notara su presencia. Había tratado de averiguar todo lo que podía de los guardianes de los corazones de sus hermanos y en su momento, del suyo. Eran los mejores, eran entrenados desde pequeños, intuidos en la historia, la filosofía, la estética y todas las artes para que tuvieran un respaldo cuando les preguntaran sobre el origen de ese museo, que solo había sido creado para mantener el legado de los Dioses vivos y, para proteger los corazones que ahora ya no se encontraban ahí.

Enzo Brais había matado por primera vez a los casi once años, Agni a los doce y Zigor, el peor, a los ocho años. El hermano mayor era peligroso, así que había sabido ocultarse bien, aunque en el proceso descubrir que todos tenían secretos. Desde afuera parecían una familia letrados, unidos, pero te acercabas más y veías secretos por donde sea.

El abuelo era alguien que ocultaba bien quien era, lo que le daba más miedo, porque sabía que tenía secretos, pero no sabía cuáles eran, no había ni un rastro de ellos. ¿Qué esconde ese anciano que tenía gran poder sobre Enzo Brais?

Abrió el libro, el que le dio ella y suspiró, lo trató con cuidado como si estuviera sosteniendo el mayor de los tesoros y tal vez era así.

Elan fue justo con los mortales, le dio paz, les dio alimento y les permitió desarrollarse en las artes, les dio herramientas para la caza y para sobrevivir.

Erein les dio el mar, tranquilo para pescar, fue generoso y su templo siempre fue el más amado.

Liev fue justo al recibir las monedas de oro para que las almas de los muertos fueran guiadas a lugares tranquilos, su templo no era muy concurrido, pero si era respetado.

Solda, la Diosa justa y amorosa, las cosechas más grandes eran para los mortales y gracias a eso tuvo muchos templos. Si había hambre, ella te daba frutos.

Maua, la tierra siempre fue azotada, y muchas veces fue infértil, pero aun así era adorada. Ya sea por respeto o miedo.

Erein jadeó bajó y pasó sus manos por su rostro, un gruñido escapó cuando leyó lo siguiente:

Pero la paz no duró mucho y los Dioses dejaron de ser misericordiosos, siempre se dijo, a veces anhelan lo que el mortal tiene, el amor y el crear una familia. Es bien sabido que el Dios Elan prohibió que cada uno de ellos dejara su reino, y más, que se reprodujera, lo veía como algo peligroso. Tal vez por eso se revelaron, porque querían sentir y ganar algo entre todo lo que daban.

¿La envidia los llevó a revelarse y causar tantas muertes?

¡No! Claro que no, nada de eso los llevó a ese caos, que últimamente se repetía en su cabeza, una y otra vez, como si no pudiera liberarse de algo que hizo hace mucho tiempo atrás.

Tomó el libro y luego desapareció de ahí, esta vez no apareció en el museo, al contrario, apareció en casa de ella, en su habitación. Ya el museo no era un lugar seguro, no cuando había visto que se había doblado la seguridad, si no estaban los corazones ahí, ¿Qué más había? ¿Qué era lo que ellos querían ocultar?

EL MAR TE ESCUCHA (I)Where stories live. Discover now