~Capitulo 22.

675 38 0
                                    

Vaguear en verano es lo mejor. Es fantástico ver cómo las cosas se ralentizan y no hay que correr para ir a todas partes. Es como si existiera un acuerdo tácito por el que estuviera permitido no hacer nada. La actividad más estresante que he llevado a cabo hoy ha sido hacer zumo de melón con mi madre. Bueno, vale, ella ha hecho la mayor parte del trabajo. Compró el melón en el mercado ecológico y lo trajo a casa para trocearlo.

Yo era la encargada de exprimir y colar. El melón pierde sabor si lo metes en la licuadora, así que nunca hacemos eso. También hemos hecho polos de melón, melaza y melón cantalupo. En días abrasadores, como hoy, saben deliciosos. Es un gran alivio no tener que hacer deberes durante los dos próximos meses. ¿Cómo sobreviviríamos sin vacaciones de verano? Supongo que nos sublevaríamos. Me resulta un poco decadente la idea de pasar los dos meses que me quedan por delante acostándome tarde y haciendo lo que me venga en gana. Como hoy, por ejemplo, que estoy vagueando en la hamaca del jardín trasero, leyendo revistas de cotilleos y bebiendo zumo de melón recién exprimido.

Debería sentirme en la gloria. Pero hay un problema. Echo de menos a Justin. Han pasado cinco días desde que pedí una señal. Todavía no ha pasado nada. Quizá es que las cosas tienen que ser así. Es solo que tengo la sensación de que me falta algo. Transatlanticism suena por tercera vez consecutiva en mi Ipod.

I need you so much closer...

I need you so much closer...

La puerta del porche se desliza al abrirse, sacándome de mi ensueño de sopetón. Mi madre quiere que vaya al supermercado a por algunas cosas. Mi padre no está en casa, así que no me puedo llevar su coche. Y eso significa que tengo que conducir el coche viejo. El que tiene marchas. Odio conducir con marchas. Mi padre es un hombre con mucha paciencia pero, cuando me estaba enseñando a conducir, hubo un momento en que estuvo a punto de perderla.

Estaba aprendiendo a cambiar de marcha sin que se me calara el coche en medio de la calle. Era completamente incapaz de incorporarme al tráfico. Me da terror. Incorporarse al tráfico es para la gente que es capaz de salir al mundo y hacerse cargo de las cosas, para la gente que se ríe de sus miedos, no para una chica que está convencida de que un camión apisonará su coche justo antes de entrar en la autopista. El día que mi padre estuvo a punto de perder la paciencia, yo estaba avanzando a paso de tortuga por la carretera que lleva a la autopista.

—Aumenta un poco la velocidad aquí —me dijo.

Yo presioné el acelerador a regañadientes. Deseaba con todas mis fuerzas estar en casa en lugar de en el coche. Y, entonces, llegó el momento de la incorporación. El corazón se me aceleró.

—Prepárate para incorporarte — dijo mi padre.

Como si fuera tan fácil. Como si me acabara de decir «Prepárate para ir al instituto». Me pregunté por qué no entendía lo traumático que me resultaba incorporarme al tráfico.

Me temblaban los brazos y las piernas y el pulso se me aceleró. No podía hacerlo.

—¿Qué haces? — chilló mi padre —. ¡Incorpórate!

—¡No puedo incorporarme! — chillé yo también.

Los coches detrás de mí tocaban el claxon. Éramos los siguientes, pero yo era simplemente incapaz de meterme en aquel enjambre de vehículos que pasaban junto a mí a toda velocidad.

—¿Pero qué nari...? ¡Aparca ahí arriba! — me ordenó mi padre.

Cuando estuvimos aparcados, se puso a despotricar como una ametralladora, diciéndome que podía matarme si seguía siendo tan precavida. Nunca le había visto perder los nervios así. Conozco bien el camino al supermercado, así que mis niveles de estrés están dentro de lo tolerable. Aunque sea un recorrido de lo más sencillo, me las apaño para que el coche se me cale dos veces. Pero por lo menos no hay público que pueda presenciar mi carencia de habilidades automovilísticas.

El novio de mi mejor amiga.Where stories live. Discover now