1. De cuando el diablo y yo nos volvimos a encontrar

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1. De cuando el diablo y yo nos volvimos a encontrar

Es mi segundo día de trabajo en la tienda "Ilabaca Mayorista" (¿y la vaca?), a primera hora de la mañana. No he tenido suerte con los trabajos en el último tiempo. Me había estado debatiendo entre entregar currículum en esta tienda o en un restaurante chino de pollo frito llamado Pollito Culito. A pesar de la rima (y que realmente no entiendo qué buscaban decir los chinos con ese nombre), decidí que no sería muy bueno ir a atender a la gente y decirle cosas como: "Bienvenido a Pollito Culito" o "¡Vuelva cuando quiera, Pollito Culito le estará esperando!". De modo que he terminado aquí, rellenando estanterías blancas -o más bien góndolas- con paquetes de papel higiénico.

Estoy en eso, cuando las puertas corredizas de la tienda se abren automáticamente con la entrada de... ella. Miro hacia las puertas por reflejo y me encuentro con sus ojos.

Me devuelve la mirada.

Se me hiela la sangre.

¡El diablo viene a buscarme otra vez!, pienso repentinamente asustado. Pero no, no es el diablo. Se trata de la muchacha que me salvó cuando estuve a punto de morir en el restaurante de comida cantonesa, aquel que queda a la vuelta de mi departamento. Nunca se me habría ocurrido que un trozo de carne de res pudiera haber funcionado como una efectiva arma mortal en contra de mí. Ni menos que tuvieran que sacarme en ambulancia de ahí. Estúpido, mi dignidad, idiota.

Suspiro, volviendo la mirada rápidamente a mi trabajo. No quiero que me vea. Le agradezco, pero ya está. Quiero conservar toda la dignidad que pueda. De hecho, todavía puedo esconderme. Todavía puedo hacer como que no la he visto, me convenzo.

La miro de soslayo y veo que la muchacha tiene un dedo sobre su boca, reflexiva. ¿Estará tratando de hacer memoria? Que no me recuerde, que no me recuerde, me repito como un mantra. A los segundos, me lanza una última mirada de soslayo y desaparece en la oficina del jefe.

Eso estuvo cerca.

Dejo el paquete de papel higiénico que sostengo sobre una caja, y me acerco a uno de los chicos que también trabaja conmigo. Lo conocí el día anterior. Se llama Gonzalo. Es alto, tiene ojos y pelo negro, pero lo que más lo caracteriza es su rostro. Tiene rostro de perro enfurecido, como si trabajar en esta tienda fuera lo peor que le ha pasado en la vida. Yo no me quejaría. Pudiste terminar trabajando en Pollito Culito, le digo en mi mente. Además, no trabajamos en una tienda grande. No es mucha gente a la que soportamos diariamente. A lo sumo unas quince personas.

Le golpeo el hombro con suavidad.

—¿Quién es la chica que acaba de entrar, amigo?

Él ni siquiera me mira al responder. Está empeñado en reponer jabones de barra, lanzándolos como si fueran misiles.

—Se llama Adela—responde cortante—. Es la supervisora de la tienda.

—¿TRABAJA AQUÍ?—casi grito y varios de los clientes que llegan a primera hora de la mañana se dan vuelta a mirarme, pero como no digo nada más miran hacia a otro lado—. ¿Trabaja aquí?—vuelvo a decir, esta vez en un tono más normal.

—No, trabaja en la tienda de al lado—me responde—. ¡Claro que trabaja aquí!

Estoy a punto de responderle enfadado cuando la puerta de la oficina se vuelve a abrir. De ahí sale Adela, conversando con el jefe. Santo cielo, ambos me observan. Así que rápidamente me voy de nuevo hasta mi posición de trabajo a reponer papeles higiénicos tan rápido como me sea posible.

Sin embargo, ella camina rauda hasta mí. Me comienzo a alejar rápidamente, buscando cualquier lugar en el que pueda esconderme, pero Adela me sigue los talones. ¿Por qué no me quedé trabajando en el Pollito Culito? Antes de que pueda verme, me escondo tras una torre de cajitas de tampones, pero ella me encuentra de todos modos.

Se ve extrañísima vestida del modo en que lo está. Ya lo recordaba un poco del restaurante, pero no había puesto atención en ello hasta ahora. Adela viste un sweater de un rojo desvaído y una falda marrón que le tapa hasta las rodillas. Además lleva medias negras que no dejan ver sus piernas en lo absoluto. Con unos zapatos que fácilmente podrían ser del siglo pasado. Su cabello castaño está trenzado hacia atrás, pero luce muy revuelto en la parte delantera. Todo eso coronado por unos lentes que parecen dos platos en cada ojo, los cuales tapan la mitad de su rostro. No es muy alta, pero sí bastante delgada, por lo que parece una viejecilla.

—¿Pablo? ¿Usted es Pablo Castañeda?—pregunta con una voz muy aguda. Doy un respingo, tirando la mitad de las cajitas al suelo.

Mierda.

Me rasco la nuca, incómodo.

—Soy yo—le contesto y me agacho para arreglar el desastre que he dejado.

Para mi mala suerte, ella también se agacha y me ayuda.

—¡Soy la supervisora! —dice y hace una pausa. Creo que quiere que diga algo, pero no lo hago— Me llamo Adela García. Yo... Yo le ayudaré a adaptarse al nuevo trabajo. Es un honor para mí poder trabajar con usted. En realidad, es un honor para mí poder trabajar con todos quienes trabajan aquí. ¡Me gusta poder ayudarlos!

Habla demasiado rápido y no deja ningún espacio para que yo agregue algo, así que solo asiento cada tanto. Luego, me mira como si hubiese encontrado algo en mi rostro y hace una perfecta "o" con la boca.

Mierda x 2. ¿Jesús, andas muy ocupado?

—¡¡¡Usted se estaba ahogando el otro día!!!

Doy un nuevo respingo con su grito repentino y vuelvo a tirar las cajitas.

—No, no. Yo no... Bueno, sí. —asiento incómodo.

—¿Cómo se encuentra? —pregunta, buscando mis ojos con su mirada. Son del mismo color de su cabello— ¿Tiene alguna dolencia? Podemos hablar con el señor Ilabaca para que le ayude y consiga una licencia. ¿Se encuentra mejor? ¿Cree que pueda trabajar?

Arrugo la frente, confundido por la velocidad con la cual habla.

—Estoy mejor—respondo, otra vez rascándome la nuca—. No me sucedió nada. En el hospital me dijeron que no tenía nada. Me desmayé por el trauma, pero no alcanzó a ser nada grave.

Ella sonríe de pronto, feliz. Su cambio de humor repentino me hace fruncir el ceño.

—¿Quiere que le enseñe la tienda, entonces?

Sé que lo mejor es decirle que sí para librarme pronto de ella, así que asiento. Ella da una especie de saltito feliz, que me da ganas de rodar los ojos, pero sé que no debo. Simplemente suspiro y antes de avanzar con ella, termino de recoger las últimas cajas... ¿de tampones?

Genial. Hoy será un largo día. 


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Con amor, 

Julia García. 

 

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Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Where stories live. Discover now