Capítulo 35

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35

Cojo la bicicleta que está en el estacionamiento de mi edificio para ir a la dirección que me ha dado el desconocido. No obstante, antes de ello me calzo la chaqueta que he traído; porque, a pesar de ser un día soleado, corre un viento frío. El otoño se acerca raudo, de modo que también me calzo la capucha de la sudadera en la cabeza.

¿Tic-tac?

Pienso en todas las posibles situaciones con las que pueda encontrarme en esa dirección. ¿Por qué me he lanzado a hacer esto?: El desconocido sabe mi nombre. ¿Cuántos Pablos habrá en esta pequeña ciudad? De pronto, freno la bicicleta. ¿Qué tan peligroso puede ser todo esto?

El corazón me empieza a latir con rapidez. Estoy asustado. ¿Debo ir o debo devolverme con mi integridad física intacta a mi departamento?  ¿Tendré que decirle a alguien dónde estoy?

¿De qué diablos va todo?

Me pongo a pedalear otra vez, cuando pienso en un par de posibilidades que debería considerar:

1) Si son ladrones informados, lo cual es posible, no podrán robarme nada más que el móvil y, en el peor de los casos, la chaqueta.

2) Si quieren matarme, estoy lo suficientemente deprimido para permitir que lo hagan. O bueno, no. Pero no hay mucha diferencia si estoy en este mundo o si no lo estoy.

3) Podría encontrarme con alguien/algo realmente interesante.

A pesar del inminente peligro, la tercera alternativa me parece más atractiva que las demás, de modo que me lanzo por las calles. Llegar a San Diego, me toma alrededor de treinta minutos en bicicleta. Estoy hecho bolsa cuando logro llegar; pero, en una especie de lucidez milagrosa,  me detengo antes llegar a la dirección exacta y amarro la bicicleta en un lugar medianamente seguro.

Luego de sentir que mi bicicleta no corre peligro (¿cómo asegurarme de que yo no lo corra?),  reviso mi móvil: marca las tres cuarenta de la tarde.

Aún me quedan veinte minutos en los que puedo arrepentirme. Sin embargo, aquello no me apetece. En cambio, me encamino lentamente hasta la dirección, me arreglo la capucha y me mantengo a una distancia prudente, esperando como si fuera un felino.

La dirección se trata de una especie de galpón. La entrada es de metal pintado de negro y no deja ver nada hacia el interior. Afortunadamente, de todas formas, tiene una puerta pequeña en la entrada, con una pequeña rendija, la cual, al parecer, es móvil.

Durante diez minutos, mantengo las manos en los bolsillos de la chaqueta, a la distancia, con el corazón saltando cada vez que alguien se me acerca. Sin embargo, no sucede nada en ese tiempo, así que ya estoy por irme cuando la rendija se abre. Alguien mira por la calle hacia ambos lados, así que me giro en la dirección opuesta y camino, como quién no quiere la cosa. Como si nunca hubiese estado observando el galpón tras una esquina. El corazón me late a mil por hora, y siento ganas de salir arrancando, pero una especie de corazonada me impele a quedarme. Me doy la vuelta, lo más alejado posible y miro como un hombre se acerca a la puerta negra. Golpea rítmicamente en una especie de código y la rendija se abre, descubriendo un par de ojos castaños aparecen y miran al sujeto. De improviso, cierra la rendija y dos segundos después, la puerta se abre. Lentamente, el sujeto, un hombre grandote vestido en casi su totalidad de negro, entra al galpón.

¿Es... Es Samuel?

No alcanzo a procesarlo bien, porque dos figuras más aparecen en la escena y el proceso se repite de la misma forma. A estos dos sujetos no puedo reconocerlos; sin embargo, si es Samuel quien ha entrado antes, cabe pensar que quienes han entrado ahora son Inter y Perro.

Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Where stories live. Discover now