Capítulo 23

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23

—¿A dónde nos dirige, Pablo?—pregunta ella cuando ya vamos solos caminando por la calle.

Su vecindario es tranquilo. Está lleno de casas pequeñas de un piso, donde asumo vive más gente anciana que joven. Las luces de dentro de ellas están encendidas, pero no hay nadie afuera. Considerando que es viernes por la noche, imagino que habría muchísimos más adolescentes rondando las calles.

Miro a Adela y me encojo de hombros, sonriendo.

—La verdad, no lo sé. Solo quería que estuviéramos solos.

Sus mejillas encuentran otra forma de ponerse aún más rojas de lo que ya están, y  me mira sin entender.

—¿Solos?

—Te tengo una sorpresa—confieso de pronto—. ¿Sabes si hay un buen lugar aquí cerca?

Adela se me queda mirando con una expresión que no soy capaz de descifrar y luego dice:

—Hay un pequeño mirador a unos quince minutos caminando. ¿Le parece ir hasta allá?

—¿No es problema para ti? Quiero decir, te están esperando en casa—comento mientras camino, guardando mis manos en los bolsillos.

Los faroles iluminan la calle, mientras Adela y yo nos deslizamos en la noche.

—Me da vergüenza decirlo, Pablo, pero creo que mi abuela estará más contenta si usted y yo nos demoramos en llegar.

Sé a qué se refiere, así que me río y paso mi brazo por detrás de los hombros de la muchacha.

—Entonces, hagamos que esté feliz.

***

El mirador consiste en una pequeña porción de tierra que está más elevada que el resto. Da a un pequeño bosque (no sé si se le puede llamar bosque), que en verdad es un parque. Las copas de los árboles brillan con los faroles de las calles que están sobre él y hacia abajo se ven varias personas caminando por los senderos que han puesto ahí para no caminar por el césped.

—Parecen hormigas—suelto, afirmándome de la barandilla que nos impide caer.

—¿No ha pensado que nosotros somos como las hormigas?—pregunta ella de pronto—. Funcionamos casi de las mismas formas. Construimos y nos organizamos para llevar la comida al hogar. Nos escondemos con la lluvia y salimos cuando necesitamos comer.

Su voz se convierte en susurros y como estamos solos, la situación da para ello. Además, la noche tiene algo que hace que todo sea mucho más íntimo. Las luces de los faroles brillan sobre su cabello oscuro y le confieren serenidad.

—¿Sabe quién es San Francisco de Asis? Él era un sacerdote que amaba a los animales, pero no le gustaban las hormigas porque decía que eran egoístas. No creo que sean egoístas en esencia, en todo caso. Necesitan acumular para pasar el invierno—dice y no me mira, sino que tiene una expresión soñadora mientras observa a las personas que pasan caminando abajo en el parque—. Nosotros somos egoístas también. Quizá no en esencia, pero sí como sociedad. Acumulamos y acumulamos, ¿y para qué? ¿Vamos a alcanzar a gastar todo lo que tenemos mientras estemos vivos?—suelta una risa y se encoge de hombros mientras me regala una sonrisa, a la que correspondo—. Es muy extraño ver a la gente desde arriba. Es muy difícil abstraerse de lo que compartimos y empezar a ver como si fuéramos extranjeros para saber qué es lo que está mal, ¿no cree?

Lo pienso un momento y asiento. Creo que es la primera vez que realmente le pongo atención a las palabras de Adela.

—Es difícil—contesto—. Supongo que es lo que ocurre en todos los ámbitos de la vida. Cuesta darnos cuenta de que estamos equivocados y, principalmente, cuesta aceptarlo.

Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Where stories live. Discover now