Capítulo 32

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32

Por la tarde, me voy en bicicleta a la casa de Adela. No sé por qué he adoptado esta nueva costumbre, pero me arrepiento cuando me doy cuenta de que sudo como puerco. Me huelo debajo de los brazos, y para mi tranquilidad, todos los buenos aromas están en su lugar. De todas formas, camino un rato tratando de bajar la intensidad de los latidos y también, para ver si logro llegar más presentable a su hogar.

Nota mental: no más bicicleta si vengo a la casa de Adela.

Apenas golpeo la puerta, su abuelita, Maite, la anciana de cabello cano y ojos castaño claro como los de Adela, me recibe calurosamente.

—¡Pablo, te estábamos esperando!—me dice, y durante un milisegundo me pregunto por qué Adela me trata de usted si su abuela no lo hace.

Asiento, con ánimo, extendiendo una bolsa con dulces:

—He traído unos pasteles. Espero que no estén muy estropeados—comento, con una timidez no usual en mí.

—Claro. ¡Pasa, pasa! Te vas a enfriar allá afuera.

En cuanto paso, me doy cuenta de que Adela no está en ninguna parte. Sin embargo, noto que la mesa del comedor está puesta para tres personas.

—¿Y Adela?—tengo que preguntar.

—Se está bañando—me comenta Maite—. Ella dijo que habían quedado a las ocho y son casi las siete treinta—dice, mirando el reloj sobre la chimenea.

Compruebo la hora en mi móvil. 7:23 pm. Oh.

—Yo... N-no quería llegar tarde.

Maite me dedica una sonrisa llena de significado y asiente.

—Lo sé, dulzura. Los mejores hombres son así. Los buenos solo llegan puntuales, como ese otro amigo pequeño de Adela. ¿Cómo era su nombre? ¿Juan?

Mis niveles de alerta se disparan.

—¡¿Johnny estuvo aquí?!—exclamo casi en un grito.

Ella suelta una risa muy parecida a la de Adela, lo cual tiene sentido porque son parientes, pero la de Maite tiene algo mucho más maduro.

—Veo que te ha salido competencia en el camino—bromea ella, y siento que las orejas se me calientan de la vergüenza.

—N-no, no. Yo no... Bueno, Adela es increíble, se lo digo en serio. Muy en serio, de hecho. Pero somos amigos y...

La abuela suelta otra risa y extiende su mano derecha para detener mi diatriba.

—No era mi intención el ponerte nervioso, Pablo—me dice ella—. Solo quiero darte un pequeño consejo que me ha entregado la vida con los años. Soy anciana, pero no tonta—proclama, sonriendo. Es parecida a Adela en muchos sentidos, ahora que lo pienso—. Arrepentirse de las cosas que hiciste y que no deberías haber hecho, no es tan malo. Después, con los años, te das cuenta que cada experiencia vivida, aporta en el aprendizaje y en la construcción de quién eres. Pero no hacer algo que quieres, hace que te detengas, mires tu existencia hacia atrás y pienses: "¿Y si lo hubiera intentado?". Esa sensación de incertidumbre, de dejar las cosas inconclusas, te llegará probablemente hasta la muerte.

Me quedo observando su rostro soñador, mientras mira la fotografía de un paisaje hermoso, sobre la chimenea.

—¿Usted quería viajar?—le pregunto, tanteando.

—Quiero—dice, con una sonrisa—. Estoy vieja, pero no muerta. Simplemente, no quiero que Adela se quede sola porque a mí se me ha ocurrido irme a esos parajes hermosos. Me encantaría que pudiera establecerse antes de irme, así me quedaría mucho más tranquila y dejaría de pensar en qué pasaría si lo hiciera.

Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Where stories live. Discover now