2. Las rubias siempre vienen bien

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2. Las rubias siempre vienen bien

No soy exactamente el más guapo de los guapos. Pero siempre he sentido que tengo ese no sé qué que les encanta a las chicas. Mamá solía decirme que por ser alto tendría una ventaja en las conquistas por sobre los tipos que fueran más pequeños. Tenía razón, porque nunca me costaron las conquistas. Mis amigos solían enojarse conmigo, a veces, porque algunas de las chicas que ellos querían terminaban declarándoseme a mí. Según yo, tiene que ver con mi cabello oscuro. Según Fernanda, mi hermana mayor, todo tiene que ver con mi barba descuidada (y agregaba que si fuera por ingenio a ninguna le habría gustado).

Mi siguiente presa es una chica que trabaja en la tienda. Tiene una larga cabellera rubia y ojo verdes. Es la representación de la belleza, diosa griega.

—No te había visto por aquí—asegura ella, afrodita, con una sonrisa coqueta cuando me pavoneo frente a su stand.

Trabaja en la sección de Informaciones de Ilabaca Mayorista.

—Ayer llegué a trabajar a la tienda, pero solo estuve un rato—le respondo, acercándome a ella y cargando la mitad de mi cuerpo sobre el mostrador—. Ayer no estaba la encargada de recursos humanos, así que me enviaron temprano a casa.

Ella pone cara de entendimiento.

—Debe ser por eso—arguye—. Ayer me tomé un día libre. Bienvenido a... bueno, a este lugar.

Observo la tienda. Es mucho mejor que Pollito Culito, con sus carteles ilegibles en chino y ese nombre que inspira la diversión. Me encojo de hombros, pero rápidamente vuelvo a la carga.

—¿Trabajas aquí hace mucho?—inquiero con una sonrisa cargada de coquetería.

—No tanto, un par de meses—responde ella.

Asiento y para la siguiente pregunta, inflo el pecho de macho.

—¿Y... qué tienes que hacer el viernes?

Ella sonríe. Ha pillado mis intenciones al vuelo. Toma el micrófono del altoparlante y mientras me mira, dice:

—Se le ruega al señor Pablo Castañeda que vuelva a su puesto de trabajo. Se le ruega al señor Pablo Castañeda que vuelva a su puesto de trabajo.

Arrugo la nariz y me levanto mi cuerpo, dejando tan solo mis manos en el mostrador.

—Dime tu nombre y me voy.

La rubia duda un momento, y acomodando su cabello hacia un solo lado, responde con una sonrisa de medio lado:

—Lucía. Ahora vete.

Me echo a reír.

—¡Saldrás conmigo, Lucía! ¡Te lo aseguro!

Me doy la vuelta para ir a vagar por la tienda. Parte de mi trabajo es captar a los clientes que están teniendo problemas con sus decisiones.

En la caminata, me topo con Adela quien corre patosamente hasta mí. Ruedo los ojos con un suspiro.

—¡Pablo! ¡Pablo!—grita, hasta que llega a mi lado jadeando. Pone sus manos en sus rodillas y me pide un momento con un dedo. Pasado un rato comienza a hablar:— He estado buscándole por todas partes. ¿Dónde estaba metido? Bueno, en realidad, no importa. Vine a buscarlo para saber cómo le está yendo en su segundo día de trabajo.

La miro fijamente, quedándome de una pieza.

—Adela—digo cuidadosamente—, dejamos de hablar hace como veinte minutos...

—Ah, sí, sí. Tiene razón—coincide y se pone colorada—. Espero que le siga yendo bien.

De un momento a otro, se gira y sale corriendo en la dirección opuesta a mí. La veo ocultarse en la oficina del jefe.

Adela es tan rara. Me echo a reír de buena gana, y camino hasta un cliente que me hace señas para que le atienda.

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Con amor, 

Julia García

 

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Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora