Capítulo VIII

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—Hemos llegado.

Esas dos palabras causaron en el menor un temblor incontrolable. Cerró sus manos en un puño lastimándose a sí mismo, dirigió su mirada a un punto en la nada pensando en qué iba a hacer. Condujo la manga de su hanbok a su rostro para secar una lágrima que se le había escapado. Tenía miedo, se sentía solo, abandonado. Quería arrojarse del palanquín y correr a cualquier sitio que no fuera a los brazos de ese hombre, regresar a un sitio seguro donde no se sintiera expuesto ni estuviera a la merced de otros.

Miró con poco interés las decoración del lujoso palanquín, corrió la delgadas cortinas dando paso a la tenue luz que se colaba por la rendija, al parecer estaba amaneciendo. Pudo visualizar las casas, las personas que se hallaban despiertas miraban con cierto pesar el palanquín en el que se transportaba. Se apartó de allí negándose a aceptar donde se hallaba.

No quería imaginarse cómo sería su vida allí. En el fondo quería creer que ese hombre lo cuidaría, o al menos no lo lastimaría. Pero sabía que no iba a ser así, bastaba con escuchar los rumores para corroborarlo. ¿Cómo sería recibido? ¿Cómo lo mirarían las personas allí? Enfrentarse solo a un nuevo mundo le atemorizaba, pero nada superaba el temor a ser descubierto y asesinado.

En medio del silencio se quedó pensando en lo que se vendría. Todo iba a estar bien, necesitaba convencerse de ello.

Atravesaron unas puertas, podía sentirlo. Agudizó los sentidos percatándose de cualquier sonido, de cualquier movimiento cercano. Corrió un poco la cortinilla viendo un pasillo por el que se movían ¿Dónde estaba? Entraron a un salón y allí descendió el palanquín.

Cerró la cortina y se apartó regresando a su lugar, mordió su labio dejando que el silencio reinante lo llenara.

— Pueden retirarse—Era una voz ronca de una mujer evidentemente vieja.

Escuchó los pasos de los hombres marcharse, el sonido de la puerta cerrándose y después un nuevo silencio.

  — Por favor, sal del palanquín.

Ryeowook apretó el relicario y se movió allí dentro ¿podía desobedecer? No, al menos si quería conservar su vida. Con suaves movimientos abrió la pequeña puerta y se apeó del palanquín encontrándose con tres ancianas que lo escrutaban con la mirada, una de ellas parecía mirarlo con curiosidad mientras las otras dos le inyectaban veneno con ese simple gesto.

Hizo una reverencia con delicadeza, sin exagerar. Tal como KyungSoo le había indicado.

— Lee Ryeowook— Habló procurando que su voz sonará lo más suave posible.

Las tres mujeres lo miraron de arriba a abajo, detallando su traje, su cuerpo.

— No puedo creer que vaya a convertirse en el esposo de Jong Woon— Gruñó Dasom mirando a su suegra— Él debía aceptar a Jiyeon, no a él.

— Cállate, Dasom— Dijo la más anciana de todas— Es el chico que los dioses escogieron para mi nieto— Mostró una leve sonrisa dirigida al pequeño— Eres muy hermoso, le gustarás a mi nieto.

Ryeowook sintió sus mejillas teñirse ante ese comentario. Su esposo.

— Muchas gracias—La anciana sonrió grandemente al escuchar nuevamente la dulzura de su voz

— Que imprudencia la mía—Dijo la anciana con ternura, se acercó a Ryeowook— Mi nombre es Cho-Hee—Señaló a las mujeres que se mantenían firmes tras ella—Ellas son mis nueras, Dasom y Minha.

Ryeowook se mantuvo en su lugar e hizo de nuevo una reverencia, ocultó sus manos entre las mangas de  su jeogori sin dejar de apretar el relicario. Mostraba serenidad cuando por dentro estaba muriendo, aquellas mujeres no le inspiraban nada bueno.

i. El origen del amorWhere stories live. Discover now