Capítulo 1| Luz a los desterrados.

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LUZ A LOS DESTERRADOS.

Un joven alto, de cabellos oscuros y rostro perfilado, miraba con pesar la parte baja de su tierra, de la tierra que años antes había sido de su padre. La tristeza se reflejaba en como miraba hacia ese lugar. Llevaba tiempo intentando asimilar la muerte de los suyos, de aquellos que antes gozaban en tierras sagradas, pero por más que lo intentara lo único que lograba era sentir un vacío inmenso en su pecho; un vacío que poco a poco lo llevaría a la decadencia, al sentirse inmerso en dolor. Aquel joven, aun no entendía, como el mal pudo gobernar sobre el bien, como unos pocos desterrados lograron dejar caer la oscuridad sobre lo que antes eran rayos dorados de paz, de salvación y gloria; como su propia sangre había podido levantar espadas contra sus raíces. Pensarlo tanto lo angustiaba, lo hacía sentirse peor de lo que ya se encontraba desde que había sido encerrado en las cuatro paredes llenas de desolación y muerte. Pero por más que se lamentara, no podía cambiar de donde venía.

— Tu padre quiere verte —las puertas de la celda fueron abiertas, un hombre grueso, de baja estatura, lo invitaba a salir.

—Te he dicho que él no es mi padre —escupiendo las palabras se dignó a salir de la celda.

Las cadenas le pesaban, tanto en las manos como en los tobillos, ahí, donde la sangre ya hacía seca alrededor de heridas abiertas y punzantes.

—Pues eso no es lo que dicen por los pasillos —sonrió, y el joven logro mirar la mugre que se hospedaba en sus encías.

Verle le produjo nauseas, era uno de los condenados: Ángeles que protegiendo a su dios cayeron en manos de los demonios, pasando ellos a ser sus esclavos, a cambio de la vida eterna en tierras ya no tan sagradas.

—Tú, al igual que los demás, tenían claro desde su creación quien era su padre. Y el mío, al igual que el tuyo es el Real dueño del Paraíso —sus marcas dolieron al hablar sobre aquello, marcas que el mismo condenado le había puesto en la parte alta de su cuello.

El arrastrar de sus cadenas hicieron eco a lo largo del camino, mientras que hileras altas de mármol daban a ver las imágenes ya gastadas que se pintaban sobre los techos del templo. Antes, cuando su padre vivía, las pinturas desgastadas que hoy se alzaban sobre su cabeza, no eran más que obras de arte que irradiaban luz y esperanza a quienes lo miraran, pero ahora, después de todo lo sucedido en el Reino, cada espacio del templo era lúgubre, oscuro y degastado, dejando a su paso almas que un día fueron libres.

—Tu padre y el mío, aun siendo el mismo —el condenado habló después de varios minutos en silencio— no fue más que un creador. Uno que como un no puro cayó sobre las manos del pecado.

—Él volverá —su pecho ardía en furia— volverá porque ha de reencarnar en cuerpo de hombre, volverá a los cielos y alzará su divina gloria sobre aquel que hoy le rindes tregua.

—Ya lo veremos —la risa grotesca del condenado lo llenó de enojo— se necesitarán de siglos para que tus palabras se hagan realidad.

...

Un golpe en la mesa la hizo despertar, cuando abrió los ojos, todos los estudiantes de su clase la miraban. El corazón le comenzó a bombear como nunca, sintiendo sus réplicas en su oído interno. Se había vuelto a dormir en clases de religión, y el profesor, un hombre viejo y regordete, le había despertado con su enojo regular tiñéndole las mejillas ya flácidas de rojo. Maia sabía que esto les costaría otro aviso a sus padres, y debido al reporte ellos le prohibirían salir hasta tarde, asistir a los entrenamientos de baloncesto e ir al cine. Todo eso la ponía mal, pero dormir en clases de religión era como un imán para ella, y más cuando a su profesor le rondaban más de los sesenta años de edad y hablaba como si contara un cuento para dormir.

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