Capítulo 2| Ángeles perdidos.

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ÁNGELES PERDIDOS.

Maia se encontraba cansada, las tres horas seguidas que había pasado en detención solo la habían hecho odiar aún más las clases de religión. Ya no le parecían innecesarias, sino, que ahora le parecían aburridas, estúpidas y ridículas. Lo único que hacia el instituto al añadir esas clases era pagarles a ancianos amargados por temas que cada quien podía saber con tan solo teclear unas cuantas palabras en el buscador. Todo esto le frustraba, tanto el ir a las clases, como las inexplicables alucinaciones que tenía al ver al director.

Ahora ella caminaba rumbo a su casa, aún era temprano para llegar y explicar todo a sus padres, pero el clima se tornaba oscuro y parecía que comenzaría a llover, algo raro tomando en cuenta que era verano, y que en la mañana los rayos de sol habían sido una completa tortura.

Un único rayo la hizo sobresaltarse. La luz barrió el cielo como una estrella fugaz, dejando a su paso el rastro por donde había pasado. Le pareció magnifico, y a la vez aterrador. Ya que después de ese suceso el cielo volvió con su hermoso esplendor. La piel se le erizó, y un sentimiento de vacío se posó en su pecho. Llevaba tiempo sintiéndose así, como si una parte de ella la abandonara cada nada, como si le faltase el aire; pero minutos después recuperaba todo aquello y volvía a ser la misma.

—Mamá —entró a su casa, el silencio la hizo saber que estaba sola.

Entró por completo, dejando a un lado las llaves y su bolso. Subió a su habitación, sin fijarse si ahí estaba su padre o alguno de sus hermanos menores. Al llegar, no hizo otra cosa más que encender la laptop y sumergirse en el mundo del internet. Pasó horas intercambiando mensajes en el foro de su clase, viendo videos sin sentido y compartiendo imágenes que la hacían reír. No fue así hasta que el caer de las llaves en la parte baja llamó su atención. Tal vez era su padre, quien no tardaría en regañar a uno de sus hermanos.

Bajó inmediatamente, dejando atrás todo aquello que hacía. Cuando llegó a la parte baja de las escaleras le sorprendió no mirar a nadie, lo único que había sucedido allá abajo era el caer de sus llaves al suelo.

Un escalofrío recorrió su espalda, recordándole la noche en la que varias sombras habían acechado su ventana. Reprimió esos recuerdos mientras volvía a su habitación, pero un quejido de dolor la hizo detenerse. El quejido provenía de afuera, donde las luces de las farolas comenzaban a encenderse.

No pueden ser mas de las seis, pensó. Pero la verdad era que había pasado más horas de lo requerido frente a la pantalla de su laptop, y la hora que marcaba el reloj eran más de las ocho.

Su pulso se aceleró, y escuchando un tercer quejido se dispuso a salir, no sin antes tomar un cuchillo de la cocina. Abrió la puerta poco a poco, notando como en las casas de sus vecinos ignoraban el hecho de que alguien pedía clemencia. Con el miedo hasta por los cielos salió completamente, miró a los lados, en busca de algún agresor o ladrón, pero lo único con lo que chocó con su mirada fue con un chico tirado en el suelo; arrastrándose y quejándose.

Mirarlo le robó todo el aire. Sintió como una presión inigualable la tomaba por el pecho y la empujaba hacia atrás, obligándola a regresar a su casa. Pero Maia ya había avanzado varios pasos hacia afuera, y se encontraba a menos de dos metros del chico.

Desde ahí logró captar que él estaba desnudo, siendo cubierto únicamente por una manta blanca que se ceñía a su hombría. Maia no pudo evitar sentirse incomoda.

¿Qué hacia un chico a esas horas tirado en el suelo?

— ¿Estás bien? —su voz hizo eco en la oscuridad de la noche— ¿Necesitas ayuda?

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