Capítulo 17| Guiar a un ángel.

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GUIAR A UN ÁNGEL.

—Debí quedarme callado, sobre lo bien que nos estaba saliendo todo, ¿no?

Dos pares de ojos se posaron frente al rostro joven y golpeado de Suriel. Cielle, quien llevaba tiempo mirando sus zapatos, se levantó de la banqueta y se acercó hasta el menor. Le dio abrazo tan fuerte que los dos repararon ánimos.

—¿Ahora qué haremos? Tienen las escrituras.

Habían sido abandonados en una calle desolada, de madrugada, con golpes en todo el cuerpo y rostro; los ánimos por el suelo y el auto con las llantas abolladas. Los demonios les habían robado todo: dinero, celulares, identidades y, lo que importaba, las escrituras. Se habían acercado a una banqueta, a esperas de que un auto apareciera para ayudarlos, pero ya llevaban el tiempo suficiente esperando como para saber que eso no iba a suceder.

—Mis padres me asesinarán —añadió Suriel, recopilando daños a medida que rodeaba el auto— al menos moriré por ellos y no por unos demonios, ¿no?

La sonrisa en su rostro y su broma no agradó a los demás. Maia, que no había hablado con nadie, miraba sus manos manchadas de sangre. De su cabeza aún no se iba el sueño que tuvo al estar inconsciente, ahora, que necesitaba la espada, no tenía como llegar a ella.

—¿Conocen alguna manera de regresar a casa? —Jeremiel, quien volvía de una caminata sin rumbo, se detuvo frente a los demás.

Miró a Maia de reojo, su delgado cuerpo temblaba ante el frio inminente de la madrugada.

—Podemos llevar el auto hasta un lugar seguro —opinó Cielle.

—Las ruedas patinarían, no tienen aire —contestó Suriel.

El silencio se instaló entre ellos, cada quien ideando un plan. Jeremiel, por su parte, se acercó hasta Maia y tomó asiento sobre el asfalto, colocó sus manos sobre las de la rubia y las calentó con la fricción de piel a piel. Maia reaccionó, le miró de reojo el rostro igual de golpeado que el suyo, le miró el cansancio en los ojos bicolores, que no se apartaban de sus manos. Estuvo a punto de llorar, pero había llorado tanto en el encierro de los demonios que se había quedado sin fuerzas.

—¿Vendrán por nosotros? —susurró ella con voz tenue.

Jeremiel se reusaba a mirarle el rostro. Sabía muy bien que, de verle las heridas y la sangre seca, se lanzaría sobre ella con un abrazo sin pensarlo dos veces.

—Tienen lo que quieren —respondió él con obviedad.

—Pero... nos dejaron vivir, ¿por qué? Son demonios, ¿acaso no creen que podemos hacer algo contra ellos?

—Para ellos solo somos cuatro puros sin poderes en La Tierra y con un corazón tan blando que nos sería imposible asesinar.

Maia recordó la pelea, el demonio haciéndose polvo, Suriel, Cielle y Jeremiel blandiendo las espadas.

—Lo perdimos todo.

La rubia alejó sus manos de las de Jeremiel. La vista se le volvía a llenar de lágrimas, pero esta vez, de impotencia, rabia... todo lo que quería se estaba saliendo de sus manos; el gigante era ella y sus padres era su cuerpo cayendo al vacío. ¿Por qué si todo estaba bien tenía que estropearse?

—Nunca lo olvides, Maia: queremos lo mismo. No descansaré hasta encontrar a tus padres. Sabes que puedes contar conmigo.

—¡Bien! ¡Arriba! Que este auto no se remolcará solo.

Maia no contestó, tan solo se levantó y dejó a Jeremiel sin respuesta.

...

Lo habían logrado, tras remolcar el auto hasta una gasolinera desolada: convencieron al dueño para repararlo, luego, pagando con pertenecías de valor sentimental, emprendieron el viaje hasta la casa de Cielle. Ninguno dijo nada, pero sabían muy bien que presentarse en sus casas en medio de la madrugada, con notorios golpes en su piel, no sería algo muy fácil de procesar. Por lo que tanto Maia como Suriel, desde el teléfono de casa de Cielle, anunciaron a sus tutores que se les había pasado la noche entera entre películas.

SANGRE #1 ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora