Capítulo 4| Sin piedad al pecador.

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SIN PIEDAD AL PECADOR.

Vita brevis est cum domi sunt.

La vida es corta cuando no se está en casa.

Las palabras de su padre resonaban en su cabeza una y otra vez. Provocándole al joven un dolor insistente en el pecho. Añoraba sus tierras, añoraba el hecho de sentirse eterno para servir a una buena causa. Pero todo eso había desaparecido al caer, al igual que la presencia real de sus alas. Él hubiera preferido desterrarse solo, para así poder conservar un recuerdo vivo de sus días en el cielo. Las decisiones que tomó aquel hombre habían sido inmediatas, y no le permitió ni tan siquiera conservar algo de su vida allá arriba.

Ahora, frente aquel trozo de cristal que reflejaba su cuerpo, intentaba tristemente lavarse las heridas, tanto las de su rostro como las de sus manos y tobillos. La sangre se mezclaba junto al agua y caía en aquel lugar donde desaparecería.

Al joven todo aquello le parecía ajeno: los artículos que utilizaban para asear sus cuerpos, los trapos finos con los que se secaban, y los cuartos de baño. Nada de eso se comparaba con el templo en el que vivó: con sus paredes de mármol blanco, con sus hermosas esculturas talladas en piedra. Por supuesto, nada era igual a su casa, ya que esta era la Tierra, y aquí vivían de manera distinta. Aquí no condenaban a los pecadores, sino que los llevaban a la fama cubriendo sus muy grandes pecados, aquí no perdonaban al prójimo como se era debido, sino, que lo juzgaban y condenaban al exilio.

¿Qué lugar era aquel? Lugar en el que se trataba de mala manera a que se suponía debía amarse.

El vacío en su pecho creció, y entre quejidos bajos tocó sus heridas, ahí donde se suponía debían estar sus alas. Añoraba sentir el suave aleteo en su espalda, pero por más que así fuera había una parte de él que se sentía libre; ya que al fin no volvería a cruzar palabra alguna con los condenados, y lo mejor de todo, su marca ya no le privaba de hablar con la verdad.

...

Micaela le había prohibido ir a sus clases. Era la primera vez, desde que tuvo una fiebre fuertísima, que su madre no la dejaba ir a sus clases. Y no solo eso, también estaba el hecho de que, a pesar del boletín de detención en la mesa, ni su padre ni madre la habían regañado. ¿Significaba aquello que todo estaba bien? ¿Podría ir a sus entrenamientos de baloncesto sin ningún problema? La tranquilidad en su casa la asfixiaba, deseaba levantarse del sofá e ir donde su madre para enfrentarla. Pero cada vez que reunía fuerzas se detenía en el último instante y desistía. Si aquello no era cobardía entonces qué era.

—¿Maia?

La chica de cabello rubio levantó la mirada del televisor, hacía días que debía haberse cortado los mechones azules de su cabello. Pero no lo había hecho, lo más probable, algún otro día que su madre le diera libre lo haría.

—¿Sí, mamá?

—Llévale la bandeja de comida a Jeremiel.

Maia enarcó una de sus cejas, confundida. ¿Así se llamaba el chico? Esperaba otro nombre, uno más común. Aun así, y con más dudas en su cabeza, se acercó a la cocina y tomó la bandeja. Micaela nunca les cocinaba a invitados, ¿Qué tenía aquel chico le que hacía especial? Maia inspeccionó la comida: un puré con especies y listo. ¿Ta mal se encontraba el chico como para ingerir otra cosa?

—¿Hay algo que quieras decir? —Maia elevó la mirada de la bandeja ante las palabras de su madre.

Un rostro parecido al suyo la esperaba enarcando una ceja.

—No, todo bien —contestó, temerosa.

Sin decir más subió las escaleras con bandeja en mano y solo se detuvo cuando se encontró frente a una puerta blanca de madera lijada. Tocó la puerta de la habitación de invitados dos veces, nadie abrió. No le gustaba tomarse aquellos atrevimientos, pero tomó la perrilla y la giró entre sus dedos. Estaba sin seguro, por lo que pudo abrir.

SANGRE #1 ✅Where stories live. Discover now