Capítulo 3| Verdad a los puros.

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VERDAD A LOS PUROS.

Su padre había llegado, y llevaba más de dos horas encerrado en su habitación junto a su madre y el chico. Maia por su parte, pasaba distraída las hojas de su libro de biología, pensando en los miles de temas que podrían estar tratando sus padres.

Había algo en todo esto que la inquietaba, podía ser la manera en la que su madre se había quedado perpleja ante la imagen del chico o tal vez, el hecho de que llevaran horas dialogando con el desconocido. Claro, lo último la aterraba por montones, ¿Qué tenía ese chico que le hacía ser merecedor de quedarse en su hogar? Si se suponía que después de que su madre entrara lo único que recibiría sería un sermón sobre dejar entrar a extraños a casa.

Pero no, lo único que había recibido fue ser enviada directo a su habitación. Por otra parte, la imagen del brillo y alas la acechaban cada vez que cerraba los ojos e intentaba conciliar el sueño; las imágenes se mantenían impresas en sus parpados, obligándola a mirarlo cada vez que cerraba los ojos. A Maia le intrigaba todo ese asunto y temía estar volviéndose loca a tan temprana edad, así que, estaba en ella acabar de una buena vez por todas todo ese misterio.

Así que, sin pensarlo, se levantó de su cama, y dejando a un lado el libro salió de su habitación. Recorrió el extenso pasillo que la llevaba a la habitación principal, de donde proveían susurros inaudibles hasta esa distancia. Se acercó un poco más, y quedando a escasos centímetros de la puerta logró captar la voz de su padre.

— ¿Pero qué cosas dices? ¿Todavía quedan de nosotros en el cielo? —su voz era firme, pero en cierto punto tuvo que detenerse a tomar aire para seguir hablando— Se supone que desterraron a todos.

Maia no comprendió ni media palabra que su padre hablaba, era como intentar descifrar un acertijo en un idioma ajeno al suyo.

—Están ahí por deseo propio, sirven al hombre a cambio de su vida eterna.

Esa voz le parecía extraña, por lo cual, asumió que debía ser la voz del chico; una voz joven y cansada.

— ¿Y por qué estás tú aquí? —su madre fue la última en intervenir— ¿Por qué has caído en esta tierra cuando pudiste haberte quedado en tierras de tu padre?

...

Al joven le dolía la cabeza, desde su llegada a la tierra había sido difícil respirar, ya que ahí todo era denso, tanto el aire como la sangre. Todo le pesaba; sus pies, sus brazos. Era imposible moverse unos cuantos pasos sin caer, lo había experimentado cuando, después de haber intentado caminar, tuvo que arrastrarse por los suelos en busca de ayuda, pero al parecer nadie lo veía, ni tan siquiera le prestaban atención.

Por eso, cuando despertó en aquel lugar, todo le había parecido una ilusión, ya que, desde hace años que no veía a puros rodearle, a menos que uno de ellos fuera un condenado. Pero en ese lugar ninguno lo era, tan solo había dos bellas damas y dos niños. Lo raro para él era que cómo un ángel se sorprendería con su llegada, lo podía entender de la joven pura, pero no del ángel que hace menos de unos segundos le había reprochado su llegada.

—Yo no elegí ser desterrado —el pesar en su voz era notable— me ha tomado por sorpresa ser enviando a este lugar.

—¿Quieres que creamos? Qué nos asegura que no eres uno de sus enviados, qué nos asegura que no tomarás de nuestra sangre y se la llevarás a tu podrido padre.

Odiaba que lo compararan con aquel hombre, que lo llamaran su padre. Pero llevo su sangre, recordó, y eso lo convertía, de cierta manera, parte de él.

—Me han desterrado —suspiró— dime: ¿Qué ángel pide al cielo que lo expulsen de ahí? Si ese es su lugar de nacimiento, y solo ahí puede ejercer sus poderes de gloria. Dime, por qué querría yo venir aquí sin propósito alguno.

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