Capítulo 19| Encontrar el camino.

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ENCONTRAR EL CAMINO.

Le era distinto. Nunca había tenido una madre, tan solo un padre a medias al cual amó y adoró, al cual le entregó todo su amor sin importar recibir algo a cambio. Pero, el tener a una mujer que cuidaba de él como si fuera su hijo era... un sentimiento distinto. No se supone había sentido algo igual; estar cerca de mujeres era algo distinto con cada una. Jeremiel lo llevaba pensando desde que pisó la Tierra: estar con Maia le hacía sentir en casa; con Cielle un respeto inmenso por su fuerza; pero Alena... con Alena se sentía como una tarde de lluvia en la que, arrullarse y beber chocolate caliente seria lo único que hacer.

Un sentimiento cálido, reconfortador y lleno de paz. Una paz que desde hace mucho tiempo no reinaba en la mente de él. Y Alena hacía que esas tormentas en su corazón y cabeza se apaciguaran, como si, cada que ella le acariciara la mejilla, callara todo aquello que no le dejaba dormir.

—Este te quedará perfecto —Alena se asomó entre las dos puertas blancas del armario, su sonrisa predominante brilló para Jeremiel— quizá ya no esté de moda, pero igual te verás bien.

Jeremiel asintió, agradecido. Llevaba varios minutos inspeccionando la habitación de la mujer. Tenía varias fotografías enmarcas en la mesa de noche, y en su armario guardaba más ropa de hombre que de ella.

—¿Por qué tiene tanta rompa de hombre? —Jeremiel buscó la mirada, se encontró con los ojos azules de Alena a través del espejo del buró— Lamento si he sido imprudente.

Alena negó, sin perder la sonrisa.

—No creas que aún no he superado sus muertes —contestó, luego, tomó asiento en la banca, mirando hacia el joven pelinegro— ya han pasado varios años desde que vivo sola, soy vieja. Las canas no son dadas así porque sí.

Un suspiro profundo inundó todo su ser.

—Es solo que, la casa se sentiría vacía sin toda esa ropa o cosas que guardo de ellos. ¿Sabes? Mi hijo solía llegar a la casa y dejar las botas militares en la entrada, luego, cuando mi esposo llegaba del trabajo refunfuñaba sobre las botas —una sonrisa de añoranza embargó el rostro longevo de la mujer—. Como puedes notar, ya no hay botas en la entrada ni un esposo que refunfuña por ellas.

Sus miradas se encontraron, y Jeremiel, lleno de curiosidad, hizo de los recuerdos de ella un escenario nítido en su mente. Lo vio todo, lo sintió todo como si fuese él quien lo estuviera viviendo. Vio al hijo de Alena muriendo, lo vio lleno de sangre sin poder hacer más que aceptar su muerte.

—Los he perdido a ellos, ¿por qué perder lo demás? Lo llevo bien, no me apego a lo material, tan solo no quiero que toda la casa se llene de ecos.

Jeremiel miró el traje que aún tenía ella en sus manos. Guardaba tanto dolor solo para ella. Él se preguntó por qué protegía a los demás de su dolor.

—Es usted muy buena —le dijo— ¿Por qué?

Alena llevó su mirada hasta el traje, lo acariciaba con la yema de sus dedos, debía tener una imagen en su mente, algún recuerdo invasor, porque la manera en que acariciaba la tela era la misma en la que se acariciaba el rostro de un niño.

—Lo preguntas como si fuese la peor de las opciones. Verás, Jeremiel, —levantó la mirada, guiándola hasta el aludido— si lo que en realidad quieres saber es por qué te acepto en mi casa, es porque veo en ti un deseo mayor a todo lo que haces. No sé qué esperas de la vida, de ti o de los demás, pero no te rindas ni te sientas solo. Mira, que yo he conseguido derribar a la soledad con unas cuantas fotografías y ropa.

—¿Cree que los volverá a ver? —a Jeremiel le salía bien omitir respuestas esperadas. Y a Alena, aceptaba aquello.

—De no ser así, me conformaré con el tiempo que los tuve aquí conmigo.

SANGRE #1 ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora