Capítulo 37| Niña tonta.

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NIÑA TONTA.

El frio llevadero entraba por debajo de los árboles, acariciando las hojas que caían, los rostros sonrojados y de vez en cuando, ante una brisa feroz y desconsideraba; hacía de los copos de nieve un festín de escarcha blanca que cubría más y más a su paso.

La cabaña de vigilancia era pequeña, se encontraba desolada y cubierta de nieve. El clima parecía arrasar con todo a su alrededor, a lo que, la madera musgosa y un poco resquebrajada hacia hasta lo imposible para mantenerse en pie.

Jeremiel tomó el picaporte con fuerza y, con su hombro derecho, empujó de la puerta con poca fuerza, pero con lo suficiente como para que la madera no se desprendiera de las bisagras y les permitiera entrar. El indicador fue un chirrido por lo bajo seguido de la madera crujiendo al ser abierta. Una habitación vacía con único mueble en el centro, los recibió.

—¿Aquí es dónde los ángeles vigilaban a las almas?

Suriel rebasó a Jeremiel, se detuvo en medio de la pequeña cabaña e inspeccionó el lugar. Ninguno entró hasta que el menor abrió las ventanas manchadas y todo el polvo salió de ahí.

—Hacían relevos, por lo que nunca dormían aquí —contestó Jeremiel.

—No son tan diferentes de la Tierra, ¿no? —cuestionó Coco adentrándose en la cabaña, ella se detuvo a un lado de Suriel— Digo... tienen parecido con los humanos.

—Nos hacen ver a los ángeles como dioses porque ese esa es la imagen que le han dado los humanos —intervino Cielle— pero tan solo somos humanos con alas y unos cuantos poderes que no tienen relevancia.

Maia siguió a los demás, dentro de las cuatro paredes de madera todo era más cálido. Aun así, los pensamientos que se había robado el frio regresaban ante la tranquilidad y el silencio. Todos parecían tener inquietudes distintas que los obligaban adentrarse en sí mismos si miedo a crear un ambiente tenso frente a los demás.

Quizá así se sentían los soldados antes de la guerra, pensó Maia. Tensos, con pensamientos tormentosos, un frio descomunal que pedía a gritos volver a casa para poder calentarse con una calidez familiar. Pero para ellos, era distinto. Se encontraba en su casa, en el hogar que les arrebataron sin tan siquiera haberlo tenido.

Entonces, ¿Qué era lo que les atormentaba entre tanta paz?

—Maia... ¿Puedes hacer un poco de fuego para nosotros?

Jeremiel se detuvo frente a ella. Sus labios finos amenazaban con volverse morados, del frio. La rubia enarcó una de sus cejas, ¿Tan solo ella sentía la calidez del lugar? Llevó la mirada a los demás, ellos tiritaban de frio abrazándose a sí mismos.

—Claro, iré por unas cuantas ramas de árbol.

—Yo te acompaño.

Los dos salieron sin prisas y en silencio. Frente a la pequeña cabaña, a unos diez metros de distancia, se encontraba un lago congelado. El único lugar del bosque que parecía no encontrarse rodeado por árboles. Tal y como Maia lo había soñado.

—No dejo de pensar —añadió pasados unos minutos. Jeremiel se detuvo de cuclillas en el suelo— nos enfrentaremos a Lucifer, le ganaremos, el mundo volverá a un equilibrio completo. ¿Por qué siento que no será así? No estoy lista para asesinarlo, mucho menos para dañar a alguien más. ¿Hay algo mal en mí? ¿Hay algo malo en querer alejar el mal, pero no exterminarlo?

Maia llevó la mirada a sus manos, las lágrimas le rodearon las mejillas y cayeron hasta sus palmas, donde el calor que ella emanaba era apagado con un siseo susurrante.

SANGRE #1 ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora