Los sentimientos salen a la luz

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PoV Erin

Terminé de recoger la ropa que acababa de planchar. No solíamos recibir muchas visitas, sobre todo de gente que no era cercana a la familia. Eché un último vistazo al salón, para comprobar que estuviera presentable, cogí las llaves y salí de casa.

Tras una pequeña discusión, vía móvil, habíamos decidido que lo mejor era quedar en la puerta del instituto y que yo me acercara a recogerlos. Logan acababa de escribirme diciendo que llegaría un poco tarde, cosa que me sorprendió. No esperaba que se entusiasmara demasiado por hacer el trabajo, pero en lo poco que llevábamos de curso, no había dejado de meter a Ingrid en cada conversación. Pensaba que iba a estar deseando verla fuera de las clases, aunque fuera para temas de estudio.

Cuando llegué ya estaban allí los dos, guardando una distancia prudencial. Les saludé con la mano en cuanto sus ojos me localizaron.

− Buenas –les dije−, ¿nos vamos?

Ellos me miraron, extrañados.

− ¿Y Logan?

− Dice que viene más tarde.

Con un suspiro de resignación me siguieron hasta mi casa. El camino no era largo, pero al principio se instauró un silencio incómodo que seguramente Logan habría llenado con alguna de sus bromas. Le conocía lo suficiente como para saber que ese retraso se iba a prolongar más de la cuenta, pero no tenía gana de ser yo quien se enfrentara a los demás. Era una batalla perdida defenderle en ese aspecto y a mí también me molestaba que se escaqueara. Por suerte, Kenzo rompió el silencio.

− Nunca te había visto con el pelo suelto.

Sonreí. Era cierto, siempre solía recogérmelo en un pequeño moño o coleta. Tampoco es que lo tuviera lo suficientemente largo como para hacerme más cosas.

− Se seca más rápido así –contesté con un encogimiento de hombros.

Llegamos a mi casa y nos instalamos en el salón. Ambos revisaron la estancia con la curiosidad de quien llega a un sitio nuevo. Llevé vasos y una botella de agua. Ese día hacía mucho calor.

Nos pusimos manos a la obra. Entre los tres no tardamos demasiado en tener una visión global de lo que queríamos hacer. Mis compañeros tenían las ideas claras y antes de las ocho ya habíamos concretado la mayor parte del proyecto. Kenzo anunció que debía irse, pero Ingrid y yo nos obcecamos en terminar. El otro muchacho había hecho más que suficiente y no nos importaba finiquitarlo. Había pasado cerca de un cuarto de hora, cuando el sonido de la puerta nos sorprendió y una riada de risueñas voces semi-infantiles inundó la sala. Mi hermano se nos quedó mirando.

− ¿Te importa que se queden a cenar unos amigos?

Yo alcé las cejas.

− No es a mí a quien debes preguntárselo.

− Pero papá no va a venir y tú te has traído a tu novia.

Ingrid le lanzó una mirada retadora. Suspiré, no tenía intención de entrarle al trapo. Estaba demasiado cansado y quería terminar lo del trabajo lo antes posible.

− Haz lo que te dé la gana –dije mientras me levantaba y recogía las cosas. Me giré hacia Ingrid−. Vamos a mi cuarto que estaremos más tranquilos.

Aiden y sus amigos acamparon para ponerse a ver una película. Abrí la puerta y dejé que Ingrid pasara primero. Dejamos el material en la mesa y yo puse en marcha el ordenador otra vez, mientras ella curioseaba las estanterías. No tenía gran cosa: algunos libros, un par de medallas de las competiciones de taekwondo, material escolar, cachivaches varios y fotos. Vi que alzaba las cejas son sorpresa y tocaba las medallas. No la culpaba, al lado de Logan nadie parecía capaz de ser bueno en deportes. Sus ojos viajaron a las fotos. Seguramente reconocería a gente de nuestra clase con los que había entablado amistad años atrás. En otras aparecía con mis hermanos o mi padre. Sin embargo, la que pareció llamarle la atención era una en la que un Erin de siete años le devolvía una sonrisa desde los brazos de una hermosa mujer. Cabello castaño y cálida mirada esmeralda. Arropaba a su hijo con cariño entre sus brazos. Yo recordaba ese día como si fuera ayer. Estábamos en casa de mis abuelos, celebrando el cumpleaños de Kirian. Mi madre había tenido que pasarse la tarde limpiándome las mejillas. Cada vez que me llevaba algo a la boca, toda la cara acababa manchada.

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