Capítulo 37: Traición.

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Esa misma noche, ya acurrucados en la cama de su habitación, John no dejaba de contemplar a los niños mientras les acariciaba el cabello. Ellos dormían plácidamente, acurrucados uno muy cerca del otro como si fuera una ley más que un simple hábito. Lennon no dejaba de pensar en las palabras de Roger, en sus amenazas y la ferviente declaración donde aseguró ser el padre de los pequeños.

John intentaba no creer en él. Ambos niños habían heredado su cabello castaño que a veces parecía marrón bajo poca luz. Julianne era como él en comportamiento: fuerte, rebelde y airoso. John, pese a ser más débil, se asemejaba a él cuando más pequeño. Ellos eran sus hijos. Suyos. Se confortaba diciéndose que muchos niños europeos tienen ojos azules sin que eso indique que todos sean hijos del mismo padre. En Londres muchos habitantes tienen los ojos de ese color; pensó en Ringo, Pattie, Mick Jagger, su amigo Iván, Jane, incluso el propio Stuart los tenía.

Al pensar en su fallecido amigo se le revolvió el estómago. Prefería mil veces la versión anterior donde él murió a causa de un maldito golpe y no por suicidio. Además, si la historia de Roger era real, cabía la posibilidad de que Stu —en un extraño giro que no se animaba a imaginar— fuese el padre de John y Julianne.

Aunque, al recordar el rostro de su amigo y al mismo tiempo ver el de los pequeños, se dio cuenta de que no había muchas semejanzas —por no decir ninguna—. Si bien ninguno había heredado sus cejas pobladas, tampoco eran rectas como las de Stuart, sino curveadas y con más vellos acumulados entre el ceño; las de Roger eran así. Los pequeños tenían la nariz más fina y pequeña que John; curiosamente la nariz del rubio daba una pinta perfecta. Las facciones de Stuart eran finas, rectas y simétricas; los rasgos de John y Julianne también, pero Roger no se quedaba atrás en ese punto. Además, la pálida piel de Meddows se asemejaba mucho a la del pequeño John, que a no era de matiz acaramelada como su hermana y madre.

Tragó saliva. Un movimiento del pequeño John, que era más inquieto que Julianne a la hora de dormir, regresó a Lennon a su realidad. Contempló al niño y le hizo una dulce caricia que lo calmó como si incluso en sueños el calor materno le recobrase. John sonrió.

—Nadie me alejara de ustedes —susurró en voz baja, a manera de promesa —. Soy su madre, y no hay verdad más pura que esa. Ni la habrá.

Al día siguiente, John estuvo muy apegado a los niños, jugando con ellos al tiempo que intentaba concentrarse en escribir y componer más canciones al igual que estar pendiente de algún aviso inesperado de Brian o recibir cartas de remitente desconocido. Quería estar al pendiente de cualquier cosa sin que los demás chicos se dieran cuenta. Nada extraño ocurrió ese día, ni en los siguientes.

Al ver que las cosas marchaban con normalidad y sin ningún ajetreo inesperado de parte de Roger Taylor, John pensó que tal vez el rubio se habría dado cuenta de que estaba en un error y que no podía ir ante tribunales sin pruebas. Quizá, se decía Lennon, no tuvo el valor suficiente y prefirió abandonar el asunto de una vez por todas.

«Sabe que no puede hacerme nada. Tiene las de perder», sonrió con victoria cierta al darse cuenta de que estaba por cumplirse una semana desde su encuentro.

«Esta lucha ya la gané».

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