Capítulo 46: Una lección aprendida.

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—¡Nooooo! —exclamó Ringo de sopetón.

    Solo entonces, al escuchar un gruñido femenino cerca suyo y sentir la comodidad de un colchón con sábanas abajo de él, se dio cuenta de algo: no estaba en la isla de Leslo y mucho menos en un catastrófico fin de los tiempos. 

    «¿Habré tenido una pesadilla antes de partir a esa isla?», pensó.

    —¿Ringo? ¿Qué pasa? —murmuró Maureen, sentándose entre los cojines y acariciando la espalda de su esposo.

    «¿Ringo?»

    «Ringo...»

     «¡Ringo!»

     Oh, por Dios. El pobre no daba crédito a sus oídos y comenzó a tocarse el cuerpo de forma rápida e incrédula. Ahí estaban de nuevo sus pequeños bíceps, manos más anchas, las piernas y brazos con vello, la manzana de Adán, el cabello corto, la nariz grande y, lo más importante, el miembro colgando entre los testículos. Era él de nuevo. Él. Un hombre.

    «He vuelto. ¡Soy un hombre otra vez!».

    —Ringo, ¿qué pasa...?

    —¡Soy un hombre otra vez! ¡Mo'! —gritó Ringo regocijante de felicidad y riendo —. ¡Soy yo! Volví..., ¡volvimos! Todo es como antes —abrazó a su esposa con fuerza, deseando no soltarla nunca y aspirando el dulce aroma que desprendía ella todas las mañanas. Le dio un beso en los labios, sin ocultar su rostro iluminado.

     Ni siquiera estaba en casa de las Beatlas o los Beatles cuando vivían como solteros, sino en su propia casa; junto a la mujer que amaba.

     —No te entiendo... ¿De dónde volviste? —Maureen enarcó una ceja, rascándose el despeinado cabello.

    —¡No tienes que entenderlo, linda! —Ringo rió —. Solo basta con que te diga que te amo con locura y que siempre seré yo, Ringo.

    Maureen veía el actuar de su esposo de manera extraña. No entendía el por qué Ringo actuaba como si hubiese vuelto del más allá ni qué motivos tendría para tocarse el cuerpo en demasiadas ocasiones. Al principio creyó que estaba drogado y que se había fumado un porro antes de dormir o algún ácido en la madrugada, sin embargo, al ver con claridad la luz radiante que desprendían sus ojos azules, se dio cuenta que ni el alcohol era capaz de afectarle y que no tenía rastro alguno de drogas.

    Así que se dejó apapachar por los brazos de su esposo porque, bueno, evidentemente eran su perdición.  Todo iba bien hasta que Ringo se levantó de la cama y, andando en calzoncillos, se dirigió hasta el cuarto de baño.

     Encendió la luz. Quería verse, contemplar de nuevo su reflejo masculino. Al ver la figura varonil reflejada en el espejo, casi llora de alegría; ciertamente las facciones delicadas de Rosie habían desaparecido junto con su sedosa cabellera, pero estaba feliz de ser aquel Ringo Starr narizón que otra vez volvía a ser hombre.

     Hasta el momento no sabía si lo anterior había sido un sueño, una larga alucinación o si en verdad pasó. Lo único real es que tenía mil y un preguntas que hacer, que ansiaba saber de los chicos, verlos, y también sentíase dichoso de tener una nueva oportunidad para enmendar sus errores y su antigua forma de pensar. Porque, en lugar de sentirse molesto o frustrado con el sexo opuesto, creía que volver a la normalidad y mirar el rol femenino como algo más que ser un simple adorno, era un adepto mucho más importante y fácil de manejar. Esta vez haría lo correcto.

    Pero primero estaban sus compañeros. Así pues, al salir del cuarto de baño corrió hacia un teléfono de la casa.

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