Introducción

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...yo lloraba con unas lágrimas que no terminaban, que encontraban en la piel mía la tristeza propicia para que se recorrieran en la continuidad del color abrasador; que encontraban la tristeza precisa y real y alcanzable que es la que impera en el matiz más ignoto de una tribulación. Como si no hubiese existido la felicidad en la historia del mundo yo lloraba con unas lágrimas que no terminaban; pues ese evento, ese fuego, en el pasado se había construido y fue entonces cuando en algún punto del tiempo habría de suceder en un lugar donde yo lo presenciara y me lamentara despiadadamente y no pudiera ejercer la solución de nada a algo tan absoluto como una cosa que estaba sucediendo al fin. El evento era demasiado doloroso e inteligible para que lo soportaran unos ojos tan efímeros como el del ser humano, los cuales también existían junto a las sombras, junto al albur de que la noche aparezca, junto a las palabras y a los nombres de los continentes y avenidas y cristales y melodías, y extremidades de cuerpos; junto al albur del amor y del odio y de las guerras que desintegran la arena y han bifurcado olas del mar y paredes; junto al albur de que suceda todo lo que acaso se nos aproxima con el dominio imponderable de un futuro que no pocas veces tememos desconocer.

Todo era como de verdad. Una convergencia de la pena y la vulnerabilidad de las cosas vivas, ocupaban la permanencia de ese sentimiento. Todo era ese fuego que nadie controlaba; todo era ese fuego que sonaba sobre las vociferaciones y el llanto y los sollozos del hombre que intentaba. Tal vez él también lloraba para no mirar más, para que se acumulara la imposibilidad en los ojos y desdibujar la exactitud de lo que le traerían las ficciones del sueño al intentar dormir intentando olvidar cuando llegara la noche. Tal vez sabría que al interceder en aquella sensación del horror, que el acto de observar siquiera sin voluntad, le hubiese significado cifrar a su criatura y a su esposa a cenizas, al más despiadado dolor que pueda tolerar una estoica y consciente resistencia física: por lo tanto a enfatizar la crueldad de lo que estaba siendo verdadero. Y no. Sé que no lo quería así. No podía lacerar y destrozar en su memoria la felicidad compartida con las personas que más amaba entre los seres con los cuales se podía relacionar. Yo sentía que era su llanto aún más desgarrador por el dolor de rendirse; la ocasión de que en su vida haya sido posible el perder todo lo que poseía, era lo que sentía en su entendida angustia: ese ya no poder recuperar a alguien. Nunca más. Nunca más las vería como alguna vez han sido.

Ignoro qué obra neurológica hizo que el primer pensamiento que me formulara fuese una obviedad: las dos personas ahí dentro, entre las llamas, estaban incinerándose en vida; la frase fue repetida con el ímpetu absurdo que abunda en los sueños. "No puedo creer que se estén quemando" pensé. El pensamiento se valía de una frase muy mecánica y demasiado larga para corresponder a la recolección inmediata de una imagen. Pero simplemente se habían involucrado las cosas que no esperé. Las formas de procesar la conmoción operaron así. Todo era más material que la realidad. Todo dolía. El dolor de que un padre huela la carne quemada de su esposa y de su hija en el aire no encuentra consuelo en empatía alguna.

A lo lejos el horizonte temblaba y se ondulaba por los límites del fuego; todo estaba existiendo a lo lejos también. Existía entre el turbio vestigio que me dejaban las lágrimas en la vista, como algunos caballos, el ganado disperso, y una estancia retirada sobre el césped o, creo, sobre la tierra. Entonces vi la sombra prolongada que generaba el sol sobre el terreno. Solo la quieta sombra del coche; esa parte de la realidad no sufría combustión. Ningún rastro del calor. Era una divergencia del sufrimiento. No había fuego proyectado en la sombra de alguien que agonizaba el más exhausto de los dolores. Todo estaba muy quieto en esa parte de la realidad.

Nada necesitaba gris porque las nubes opacas continuaban atrayendo al viento, cuyo sonido en la hierba movida y en los oídos se agregaba a los clamores de quienes estaban muriendo y se retorcían.

Ascendía el humo. Estaba hace mucho en las alturas.

Aquella consecuencia de que las cosas estuviesen perpetrándose tan concretas y rápidas, la hacía una ascensión unida a las nubes demasiado próximas. Yo, con toda sinceridad, intenté ayudarlos. Lo juro con la más profunda y veraz de las afirmaciones. Intenté ayudarlos a los tres. Pero simplemente no pude hacerlo. La confesión parece inverosímil ahora que la pronuncio. Que alguien pueda perdonarme, por favor, pensé. Por favor.

A unos metros estaban las estelas prolongadas, concentradas y constantes que habían ocasionado los neumáticos sobre el pavimento. Algunas piezas de vidrio estaban también. Entre mis lágrimas que no podía calmar, los sollozos del hombre, los quejidos de su hija y su esposa, alcancé mi coche. Sentí la justificación incivil de huir como alguien que no ha huido nunca. ¿Por qué recuerdo esto ahora? No quise mirar allí dentro cómo en el fuego se retorcían; miraba mis manos que no lograban encender el motor. El volante ardía casi. Al tercer intento conseguí irme; solo vi al hombre ensangrentado en el suelo con el peso de las lágrimas en el rostro y con los inquisidores ojos que no tenían la fuerza suficiente para odiarme. Intenté evitarlos. Una racha intensa de calor fustigó al coche cuando los sobrepasé. Alguien había perdido a sus seres queridos y yo estaba vivo. Solo puedo pedir perdón, pensé.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now