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Promediando el mes de junio de 1947, en alguna de las tantas y olvidadas recurrencias mías en la marquería de los Rivarola, ocurriría el primero de los lúgubres infortunios que decidieron el agobio de lo que sería mi vida. Puedo asegurar, con la atención más examinada, que nada fatídico hubo como para levemente sospechar. Muchas de las razones y las cosas suceden de manera que no podamos agonizar siquiera.

Yo me había ausentado en casa solo a la mañana. Era sábado pero había ayudado a mi padre —que por entonces ya era Oficial Albañil— en una obra cerca de Plaza Once. El decurso de la jornada fue común. Nada relevante. Incluso mi padre se la había pasado haciendo bromas que el Zapa Omar festejaba sobre una bataclana desagradable y poco talentosa. Este último me había empezado a apodar Lito hacía un tiempo. Recuerdo con cariño al Zapa Omar, dios mío. Había viajado desde el Chaco y vivió siempre en la calle Pichincha. Me entristecí mucho cuando supe que en el '54 había muerto.

Concluido el trabajo del día me dirigí, al haber mudado de ropas, a la marquería. Allí Pascual me dijo que Emilio había salido con unos amigos. Yo nunca había conocido a sus amigos, pero sabía que eran aún más grandes que él. Por otra parte, había olvidado que los sábados atendía solamente hasta el mediodía. O tal vez no lo había olvidado y la inercia de la calle me hizo probar suerte. Su padre le dejaría dicho que pase por el convento al regresar. ¡Ah! Quién hubiese podido prever la manera en que las particularidades de sentir el mundo se deteriorarían y destrozarían como el hielo más delgado con el infierno.

Estaba oscureciendo. A pesar de ir recordando una anécdota que había contado uno de los peones, no sentía la felicidad que quería sentir. Ello gravitó mucho más disgusto en el temperamento. La noche y el pobre alcance de las luces contribuyeron. Al doblar por Defensa temí que Emilio me presentara, alguna vez, a los muchachos que frecuentaba él. Induje que sentiría que no sería digno de las dinámicas de su humor ni de sus historias; sentí que me rechazarían.

La ocurrencia me llevó a un episodio de unos años atrás, cuando el hermano mayor de Méndez llevaba en andas una bicicleta y con el Sonny Stábile lo vimos. Sabíamos que no nos soportaba, pero nos acercamos más para preguntar por Méndez que por la bicicleta. "Pibitos, ¿por qué no se toman el buque?"; nosotros lo recibimos como a una broma. Al oír que le preguntamos por la bicicleta, atinó un amague. Se dirigió a mí, pero era para los dos: "Che, rajá te dije, nene. La próxima te surto". Con el Sonny entendimos que era en serio y nos fuimos sin mirar a dónde iba con la bicicleta que nunca le habíamos visto.

En esto estaba cuando empujé la cancel. Indudablemente subí las escaleras sin hacer ruido, porque cuando abrí la puerta sorprendí a mi madre sollozando, y apenas acertó a voltear el rostro escondiendo el ahogo. El ambiente se me convirtió en una pesadilla. Sentí que la sangre ya no estaba en mis pómulos. No sentí calor ya. Algo irreparable había sucedido y nadie podía recuperarlo. Nadie en la vida porque había sucedido. Miré alrededor y mis hermanos ni mi padre estaban. Se murieron, pensé. "Murieron": qué palabra sinestésicamente oscura y espantosa. "Se murieron": es decir, "se han vuelto algo por lo que estamos sufriendo el estar vivos". Es una de las frases a las que más respeto le otorgamos; es una de las frases de las que no dudamos de su veracidad y todo sucede en menos de un segundo. Con una voz casi ininteligible pregunté:

—¿Qué pasó?

Un sollozo no llegó a interrumpir la pregunta. Insistí porque estaba intentando calmarse:

—¡Decime qué pasó!

—Nada. Te tengo que contar algo —dijo sosteniéndose en la mesa.

—¡Y contáme rápido! ¿Dónde están todos? —pregunté gritando.

Mi ira no la desestabilizó. Qué importaba mi ira si algo grave había sucedido.

—Nos vamos a separar con tu padre. Nos vamos a separar.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now