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El arribo a casa fue lo suficientemente tarde como para no recordar ni siquiera trivialidades. El otoño llegó a admitir una limpidez fría en las sábanas. La desazón ocasionada por el parco ámbito generado en la mesa, me derrotó. Ignoro qué soñé en esa oportunidad. No quise recuperar la sensación que me había oprimido allí. No quise analizar si había obtenido la aprobación de sus padres. Necesita simplemente el reposo.

El martes llegó con fortuito y presuroso alivio.

Las horas extras en La Caja me dejaron finalmente en la vereda. Crucé Plaza Congreso y en pocos minutos estuve haciendo retroceder la puerta de mi departamento. No recordaba cuál había sido la hora convenida para que Teresa me llamara. De todos modos cerré los ojos apenas me sentí tendido sobre la cama.

Estuve sometido al mecimiento de inconstantes y breves lapsos de letargo. Divisé en el reloj algo así como las cinco y media de la tarde.

Un descuido me hizo abrir los ojos repentinamente; habían pasado doce minutos de las siete. Sospeché que Teresa me había llamado y que no había oído el teléfono; sobre su acostumbrada mesa de luz se encontraba como siempre. Revisé si estaba desconectado, en vano. Pensé, mientras volvía a mi posición, si debería llamara. Descarté la idea. Teresa era muy estricta con las franjas horarias y usurpar con una demorada impertinencia, podría hacer, en consecuencia, que me atendieran sus padres. No quería eso. Si me habían admitido parcialmente, no quería insistir con mi presencia. No me arriesgaría a algo decididamente inescrutable.

Descarté la idea de llamarla. El día siguiente, si no me había encontrado en la tarde, evidentemente repetiría el intento.

El miércoles aconteció; el jueves y viernes también sin noticias.

Aquello comenzó a alarmarme, de modo que decidí llamarla. Ya no me estaba importando si me atendían, del otro lado, sus padres. Disqué su número, ya de memoria. Concluyeron los primeros tonos y nada más. Volví a discar. Dejé correr un tiempo más prolongado. Nadie contestó.

Colgué, y pensé algún posible motivo por el cuál no me estaban atendiendo. Agarré nuevamente el tubo y me lo acerqué. Disqué los números. Los tonos consiguieron contener la misma monótona espera que los anteriores. Dejé correr aun más tiempo. Nada ni nadie había respondido hasta entonces. Coloqué lo que correspondía en su lugar. Conjeturé que tal vez no podía atenderme, o tal vez no se encontraba ninguno en la casa. Decidí, por ende, escribirle una carta.

Minutos después estaría mezclada en el buzón con otras tantas cartas aquel último registro. Aquellas han sido mis últimas palabras escritas con el designio de que las lea Teresa; doy fe que quedó para siempre muerta esa tinta reposada: el asignado símbolo no ha sido nada sin su lectora.

Pasados algunos días sin obtener respuesta ni noticia alguna de ella, comencé a preocuparme en verdad. Allí comenzó el inacabable duelo que padezco. Habían transcurrido demasiados días para mí sin su cercanía. Concebí en mi angustia el acontecimiento de una tragedia. El miedo no hizo más que exhortarme a la inusitada conmoción. Me desesperé de tan solo insinuarlo. Era demasiado para lo que podría tolerar.

El sábado a primera hora iría a constatar que no hubiese sucedido algo grave. Intenté sosegarme. El ejercicio de la imaginación hiperactiva estaba magnificando y tergiversando, tal vez, una nimiedad.

Así se me fueron dando los días, las horas, los arduos pensamientos, la preocupación...Los minutos estaban doliendo. ¿Por qué no atendían? O tal vez estaba incidiendo en la pregunta y debía ser: ¿Por qué no me atendían?

Se me fue acumulando la pena; intentaba la tregua de la calma. Una confusión profusa me generaba un ominoso sentir. Cada vivencia de los instantes se internaba en los sentidos. De este modo fue arribando el día sábado, luego de hartas y hastiadas cavilaciones.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now