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Cuando más resuelto me sentí fue cuando decidí visitar al fin a mi padre en su pieza del convento. Procuré no evidenciar mi inseguridad, aunque la percibí en las primeras palabras que dije; las frases se hicieron largas y escrupulosas y aun con solecismos. Con un principio de culpa le expliqué el asunto con sus particularidades. Atribuí a dolor el asentimiento poco determinado que hizo con su cabeza. Aceptó, desde luego, con alguna ambigüedad. Pero yo sentí que había aceptado el deber de padre y no él. Lucas Staučė estaba abarrotado por las circunstancias que le habían hecho, en todos los momentos de su vida, ser quien era. Se había separado de él una personificación funcional a tareas que le excedían los sentimientos. Él estaba dispuesto a no ver a su hijo todos los días, al hijo que al menos podía ver todos los días unas cuantas horas, y todo por mi aparente desarrollo. Haberse jactado el ceder a mi deseo, no lo hubiese sentido yo como vanidoso. El sentimiento hubiese sido hasta inminente, a mi ver.

La sugerencia fue, como era de prever, que permanecería en las jornadas de las obras hasta haber entrado como supernumerario. Todo esto lo proyectaba y aún no había siquiera escrito mi nombre en el examen. De eso se trataba la vida: tratar de augurar el futuro con el fingimiento que conlleva el descreer de la muerte.

En consecuencia, dejé avanzar los meses con un propósito que ignoraba y sigo ignorando todavía. Transcurrían así los días de labor, el tedio apesadumbrado del desvelo, el temor a que nada suceda. Transcurrían así las cosas con una levedad y una inconsistencia que sentía ajena, irreconocible. No aclaré nada a mi madre en ese entonces. Se lo aclararía una vez aprobado el examen del concurso, si es que no fallaba. Admito que estaba aterrado por el posible fracaso. A veces el riesgo me hacía creer innecesariamente temerario. Se manifestaban el arraigo y la recurrencia a las formas de poseer lo ya conocido. Admito, también, que tuve siempre el hábito de magnificar las amenazas, pero el miedo me parecía racional. Así, eventualmente, cumplí los dieciocho años sin demasiado entusiasmo; a las semanas llegó a mí el penúltimo día del año.

El recorrido al banco de La Caja fue, lo recuerdo, atosigado y jadeante. Al llegar y detenerme frente a las altas columnas de mármol, la consistencia de haber caminado se me anudó en las rodillas como la vez aquella que conocí a mi abuelo en la Clínica Don Orione. Me dirigí hacia la oficina donde ya estaban sentadas una veintena de personas; me senté frente a un escritorio vacío, el primero que encontré, casi al fondo de la hilera derecha. Ahora puedo reconstruir un poco el recinto donde había ostentosos sillones de cuero también; en el momento nada, ni un rostro, me importó. Me encontraba demasiado ocupado en mantener el corazón sin un ritmo vertiginoso. La grandilocuencia del lugar imponía respeto, y por ende una presión desmesurada en mí.

Mi mérito, acaso, fue no haber dejado pregunta sin responder. Ahora, lo que me es dado específicamente recordar del examen: cómo se organizaban los servicios de La Caja; qué fin tenían. El resto es del olvido. El nerviosismo hizo su trabajo eliminando todo lo indeseable.

Todo lo que pude hacer aquella semana fue dormir poco y agonizar mucho. Ninguna actividad me legaba indicios del menor descanso. Me daba ánimos aminorando la cuestión, reduciéndolo a un simple hecho mundano y baladí como lo puede ser cualquier cuestión de índole humana.

En los primeros días de enero del '48 fui a buscar el resultado con una bizarra certidumbre que tenía que poco de mí. Sentí que, inherentemente al destino, me esperaba ver durante indeterminado tiempo la Plaza Congreso, las columnas de mármol de la fachada del banco, el amplio y nítido hall brillante, las oficinas y las alfombras y el terciopelo; lo hubiese querido o no, por la obra ininteligible en que se despliega el encadenamiento de los hechos, el cargo sería mío.

Y así resultó ser la noticia cuando pregunté a un hombre menudo que se encontraba detrás de un escritorio. Buscó entre unas hojas mi apellido y me felicitó con austeridad pero con benevolencia. Sin embargo, lo que creía como una coronación, como una idílica coronación, había sido solo uno de los innumerables y calamitosos pormenores que se venían acumulando desde la primera acción ejercida en el primero de mis días y de los días que han acaecido en el pasado.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now