"PRIMERA REVISIÓN SENTIMENTAL" - 1

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Vine al Cementerio de la Recoleta como hace tantos años lo hice. Lo recorrí sin dilaciones como lo hemos recorrido exactamente el domingo tres de mayo del cincuenta y tres pasada la una de la tarde. Recuerdo el itinerario. Cómo desdeñarlo. Fue lo primero a lo que recurrí, desde luego. El pasillo que se abre ante la bóveda de Sarmiento, a la izquierda, y la estatua lindante al hierro de la puerta. El mausoleo de la familia Castañares-Olmedo que habíamos de observar, parece aún más olvidado sin nosotros. La mano de la estatua tiene aún el gesto; el gesto que quise recordarte. Pero no estás a mi lado. Hace años ya no estás a mi lado. Y cuando recordé que ya no estás a mi lado, se desprendió del tiempo lo que se erigió entre nosotros dos al estar solos el uno del otro. Yo te sentía en verdad en aquel momento. La proximidad posible de una caricia se podía. Era tan breve poder sentirte.

Toco la mano de la estatua, ahora, y necesito recordarte, con una inercia muy humana, una de las venas que alcanza el nudillo del dedo anular. Se bifurca y esa desviación se pierde en el mármol. Siento como nunca he sentido que es una representación material y lóbrega de nuestro destino. Nosotros dos también hemos sido divididos como aquella vena y también concluiremos lo sido en el mármol. Pero veo la vena y la toco en la mano como si necesitara unirla. Entiendo que comencé a lamentar haber reparado en aquella analítica manera de la tristeza. Acaricio la mano como si vos fueras yo y le miro los ojos que están muertos donde parecieran emerger sentimientos vivificados. La acaricio como si aún me necesitaras.

Nuevamente había recordado, al entrar por entre las columnas del cementerio, cuánto he llorado mirando el fuego. Ese del que nunca supiste. El que puedo divisar con claridad en las pesadillas. Con una intensidad que no responde a un color soñado. Y también con un humo excesivo que caracteriza a la desmesurada invención. No recuerdo haber derramado semejante cantidad de lágrimas alguna vez. Solo cuando te alejaste.

El rostro de la estatua quiere asemejarse a la pena de aquel hombre que había perdido todo, que había presenciado lo atroz de ver agonizar a su familia, que había presenciado con resignación mi abandono. Hay un prolongado reclamo en ambas expresiones. En la que permanece en la memoria y en ésta que estoy viendo. En ambas se encuentra una pérdida.

En mi caso personal no hay ceniza ni para tener la certeza de a qué llorarle.

Miro la estatua como disculpándome por haberme alejado para siempre, porque vos sos yo en esta interacción. Toco la mano con su vena dividida, tersa y delicada como si las cosas me estuviesen haciendo feliz. Pero no lo hacen. Las nubes, aunque hay mucho sol, aparecen de una manera imparcial y ensombrecen eventualmente los pasillos y los vitraux y los ángeles sobre las bóvedas. Lo que recuerdo en esta precisa baldosa hace adquirir al tacto un frío desdichado. Debido al sol que no aparece en los ratos, la tarde puede parecer invierno. El más cruel de los inviernos que pueda colmar todas las calles de Buenos Aires. Como si una a una estuviesen sometidas a que todo se vuelva débil; alejadas con la oscuridad. La desesperanza encuentra una manera más silenciosa de magnificarse recordándote e interpolando mi persona por la tuya, tocando la estatua. Que la luz que cae contenga un dejo de pesadumbre se debe por la simple actividad de pensar. ¿Me consuela y no lo sé el saber que vimos el mismo punto del mundo? ¿Me consuela que hayamos convergido en este punto del mundo que no es ningún otro? ¿Me consuela y no lo sé?

Ignoro si no lo sé. Tal vez lo sé pero prefiero estar desdichado porque estar feliz sin vos haría que la nostalgia se vuelva trivial, vana. Y estar feliz recordándote y no teniéndote, denotaría que la memoria de lo que viví, simbólicamente, es más significativa que el hecho de que haya existido en concreto esa circunstancia de saber que estabas a mi lado. Derogaría la posibilidad de que yo me apene por no tenerte.

Hasta el momento no he pensado en la lluvia. Solo vi las nubes que intentaban abarrotar el sol y eso es todo. Pero la lluvia comienza luego de haber estado mucho tiempo la sombra sobre el rostro triste de esta estatua; la lluvia caliente de verano, con el aire denso y húmedo que deja en el aroma. Se huele el metal también, la hierba sobre algunas esquinas donde están las cosas un poco menos cuidadas que las otras. Aunque siento ya las gotas diferentes en los hombros, me quedo. Los pocos visitantes que no veo deben estar cruzando los pasillos y las plazoletas. Acá el mármol comienza a rociarse. Se llenan de recorridos transparentes y predecibles las manos de la estatua. La placa de la familia Castañares-Olmedo acumula con sonoro bronce lo que cae sobre el dintel. Entonces se oye el primer trueno, o al menos fue el primero que logré oír. En verdad fue sereno. Ahora entiendo que me veo solo y me observo la mano que palpa el relieve del mármol blanco. Es como si vos te me separaras y lloraras al mismo tiempo el sentir que llueve mientras me despido del punto en que alguna vez estuvimos abrazados en el amor.


Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora