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Se alejó su silueta hacia el Sur. La noche ya había silenciado la oscuridad de las cosas vivas. Todo era un sueño en el que se me retiraban las orillas, las mareas, las aguas, las bocas, los espacios vacíos. Allí iba esa persona que había sido la mujer de mi vida; ella podía, tanto como yo, mirar hacia atrás, tocar las rosas con las manos, apreciar el viento en la piel, entender para qué funciona el acto de caminar...Era tan humana como yo. Pero albergábamos dimensiones que diferían. Estábamos separados por un cristal que habitaba otro designio en nuestras vidas: el designio del requerido olvido. Si acometía toda la lista anterior, lo haría ella en otro tiempo, en otra ubicación, como si las dos realidades nuestras comprendieran una interpolación. Era una persona, esa misma que iba perdiéndose entre la penumbra irregular de la calle Cangallo, que había estado al lado mío, que había entendido que mirarme a los ojos significaba dirigirse a mí. Teresa ya había desplomado mi representación por completo; había subyugado mi arquetipo en su memoria.

Esta no era más mi realidad; parecía ser la realidad del que declaraba querer huir de mí, de su huésped. Algo irrevocable había sucedido. Ni la muerte podía revertirlo. Yo me encontraba saturado por un mundo que debería olvidar, pero no con olvido, con el obrar del tiempo, sino con una acción. Una acción debía justificarse por el inconmensurable dolor.

Desaparecía para siempre alguien de mi sangre, alguien que había nacido de un ser que me había hecho nacer a mí. Se desintegró una persona de la vista de alguien en su blusa verde al doblar por la ochava como si la noche le hubiese llegado con esmero.

Me levanté del banco. Me dolieron las rodillas; sentí la tracción del corazón por el esfuerzo. Mi pasado permaneció para siempre en ese banco. ¡Si con Emilio hubiésemos podido vaticinar aquello! ¡Si tan solo hubiésemos podido!

Salí de la plaza sentido a Sarmiento.

Recordé como un evento que me había dejado hacía mucho la memoria, esa noche en que volví por Sarmiento. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Diez, once? Esa noche, así lo recordé, llegando a Gallo, pesadas lágrimas me habían rodado por las mejillas sin razón alguna. Recuerdo las inmediatas conjeturas: ¿Felicidad? No había motivo evidente; ¿Tristeza? Tampoco, todo me era dado con la levedad y la benevolencia que nos da la noche cuando es serena. Entonces yo allí supe, luego de esa revelación catastrófica, que el llanto llorado sin razón alguna esa vez era fatídico; lloraría las cosas que vendrían algún día ni siquiera imaginado. Las lloraría por lo acontecido unos diez u once años en el futuro. Pero en ese mero acto ya estaba construida mi desdicha, mi venidera e ignorada desdicha. Yo no existía más que para hacer obrar al destino.

Cuando hube de darme cuenta, los párpados hacían escurrir lágrimas. Ese mismo sería mi llanto postrero, pero no lo sería mi amargura. Me esperaba algo intolerablemente doloroso pero —así lo creí— necesario. Haría justicia.

Secándome las últimas derramadas llegué pronto, demasiado pronto a Callao. El espacio se había abreviado. El ir compaginando imágenes y frases y atmósferas me hizo perder la noción del trayecto. La empresa de la venganza iba armándose; y en muchas cuadras, incluso, sola. Tuve planeado qué diría, cómo concluiría mi suerte. Había sucedido aquél ímpetu con favorecida rapidez. Pero necesitaba caminar, prepararme para el final conmigo mismo. Algo estaba indudablemente decidido en mí. Se trataba de las circunstancias conduciéndome; tan solo eso. Que yo implementara una voluntad era baladí; eso sería con o sin mi consentimiento.

Así recorrí cuadras y cuadras y cuadras que separaban mis pasos del conventillo de mi padre en La Boca. Neutralicé cualquier sentimiento de ira. Eso sería contraproducente. Atinaba a saber que mi motivación era más incisiva y letal que la fuerza física. Lo pensé y lo pensé mientras me invadían las luces de los postes cada pocos metros.

Lo triste de la lunaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant