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La primera y última vez que me fue posible ver con vida a mi abuelo, ocurrió alrededor de los años '33 o '34. De público conocimiento es que la memoria en aquellas edades puede, de una manera beneficiosa para la minuciosidad de un relato, desproporcionar y alterar rasgos de las circunstancias recolectando así episodios falsos. Pero la cadencia de los detalles y el flujo en que sucedieron las cosas tienen, al menos, al recordar, una naturalidad poco impuesta y satisfactoriamente obvia. Tales episodios, a mi criterio, carecen de la forzada magnificación que a veces imponemos (y en las cuales creemos) en el devenir. Lo que evidentemente tiene la facultad de ser constatado, y por ende verdadero, arriesgo a declarar, es que mi día ocurrió en el Instituto Geriátrico Don Orione, ubicado en la misma localidad de Don Orione. Aquel nombre sí que puedo recordarlo, a propósito de las repetidas menciones de mi padre. Recuerdo hasta la impresión casi esférica del nombre. Recuerdo no entender qué era un geriátrico.

Debido a que nunca había tenido noción de la extensión en que se me ampliaba el mundo —y lo que entendía por el mundo—, el recorrido fue, creo recordar, largo, demasiado largo. Los árboles ya no tenían la característica estática ni el aroma de un árbol, porque pasaban, se seguían ininterrumpidamente por la carretera. Era raro moverse, trasladarse. Desde luego yo no llegaba a racionalizar todas esas ingenuidades. Solo eran y las sentía con la admiración que aún no se encontraba tiznada de ningún sentido del examen. No veía lo que me sucedía para entenderlo, sino simplemente para descubrir que era nuevo. Más tarde sobrevino el terror efímero de comprender que estábamos, aparentemente, muy lejos de casa.

De cierto que incurriré en un riesgo demasiado endeble si afirmo que fuimos en coche. Me asombra cómo es que dos objetos de una imagen visual puedan repelerse en una desconexión; tal es el recordar los árboles, el horizonte y tratar de acertar el tipo de vehículo y su cristal.

Se perdieron los retazos de imágenes que vinculan la traslación con nuestra llegada al alto portón de chapa bordó. Simplemente existe el más seco de los vacíos entre aquellos dos sucesos. Al entrar, inmediatamente, apareció un pasillo de baldosas parejas bajo las luces frágiles que intentaban obtener cada uno de los rincones de la sombra; toda esa distancia parecía inaugurarse para que yo enfrentara el recelo que me comenzaba a instaurar el lugar. Olí un aroma por demás pesado, que ahora puedo clasificar de rancio y antiguo. Quien estuviese allí debía convivir con aquella emanación. Traté de cerrar la boca, porque confiaba en que sería insoportable figurarme que esa atmósfera impalpable haría siquiera contacto con mi lengua. Luego entendí que podría ser mejor al revés.

Yo miraba las paredes que eran interrumpidas por puertas. Muchas de ellas. Me era extraño ver tanto y todo ese apagado color. Me era extraño encontrarme fuera de casa y estaban fríos los marcos de las puertas sin la necesidad de que sienta el viento. Creo que había olvidado ya por qué era que estábamos caminando. Me encontraba como anonadado por el asombro e impelido por la constancia de la uniformidad. Unas y otras cosas eran, con exactitud, iguales. Todo ese corredor lo caminamos y los ecos de cada paso arrastrado se repetían; todo con el mismo patrón de consistencia: ni un peso más ni uno menos.

Al llegar a cierta habitación, nos detuvimos. Ambos como si no supiésemos qué hacer a continuación. La consistencia de haber caminado se me anudó en las rodillas; se prolongó simétricamente con el silencio que laceraron los varios golpes en la puerta. Miré a mi padre y miré su mano. Él tenía los ojos de siempre; nada encontré de peculiar o sentimental. Uno entiende con los años que los rostros pueden ocultar las más míseras de las congojas sin abandonar una expresión inmutable. Y uno, además, con los años advierte que malear el semblante no siempre requiere de un designio poco sensato. Entonces a la puerta la abren. Era de una madera maciza por lo que recuerdo en el sonido. Un hombre al cual no miré, nos hizo entrar con un ademán y se retiró. Creo no haber oído ningún intercambio con mi padre. Tan solo cerró la puerta y se perdió. Acaso no lo miré porque había concentrado mi atención otro punto: el hombre ya muy entrado en años en una silla de ruedas.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now