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Cierto día yo había llegado a mi departamento. Acabábamos de ver con Ana María un suceso atroz. Cerca de Corrientes un tranvía había atropellado a una persona. Nosotros habíamos pasado de casualidad, pero sin querer vimos, a los diez metros, que la gente se congregaba al lado de un tranvía detenido. Yo, por mi parte, creí que una persona estaba sufriendo un ataque de epilepsia. No fue así. Por Dios que no fue así. Yo, más que ella, vi lo que yacía tendido en el suelo. Simplemente espantoso. Me tapé los ojos inmediatamente, y la alejé a ella para proseguir nuestro camino. Me dio mucha pena. Pasé cuadras y cuadras pasmado. Nunca había contemplado un escenario con esa atrocidad.

Acompañé a Ana María a su casa y yo volví a la mía. Ella se compadecía de mí, porque fue quien no había visto mucho.

Ya en mi departamento necesité despejarme. Acometí algún hecho que me desequilibrara lo que venía recordando. Decidí llamar a Dolores. Tal vez tendría suerte, pensé. Aproveché que no estaba Ana María y disqué. Aquella fue la última vez que recurrí a llamarla. De no creer, pero fue la última de una etapa.

De una manera milagrosa —lo sentí, sin esfuerzo, como un milagro— Dolores atendió. Se le notó la sorpresa en la voz. Yo también me sorprendí.

La charla, en consecuencia, se disgregó en varios temas; le conté lo visto, etcétera. Se prolongó más de lo que había previsto para una llamada repentina, al azar. Yo me había arriesgado a llamar para probar suerte y para olvidar lo ocurrido con el tranvía. Entonces así me encontraba yo en la conversación, distraído y arrinconado en el piso. Hasta que una mano me tocó el hombro. Quedé paralizado. Mi ya nula participación en lo que venía explicando, hizo que la conversación se desmoronara como cuando un interlocutor está más pendiente de lo que sucede a su alrededor. Volteé sin apuro, porque ya sabía quién era. Despacio giré la cabeza y vi en su mirada tanto odio cuyo ímpetu nunca había visto. La mirada era muerta, extática. Colgué: en el trayecto de mi mano oí a Dolores preguntar si seguía allí. Dije lo primero que se me cruzó por la cabeza:

—¿Viste? Todavía sigo impactado por lo de hoy a la tarde —esbocé.

—¿Qué hacías ahí? —preguntó alejándose muy lentamente.

—Me quedé pensando en eso —traté de evadir.

—Sí, interesantísimo. ¡¿Qué hacías ahí?! —preguntó casi gritando.

—Nada, nada —dije incorporándome y saliendo del rincón—. Estaba hablando con Luis. ¿Por qué?

—¡¡¡A MÍ NO ME MENTÍS!!! —dijo vociferando como nunca antes había vociferado—. ¡¡¡ESTABAS HABLANDO CON DOLORES!!! ¡¡¡SOS UNA BASURA!!!

Yo quedé atónito. Me había oído. Ignoré cuánto me había oído, pues no había escuchado ninguna puerta. Pudo haber estado a mis espaldas un rato largo para confirmar que aquella era Dolores. Confesé, al fin. "Estaba hablando con Dolores" le dije. No pude evadir nada. Yo me había convertido en un ser despreciable. Ella, lo noté, se enfureció de una manera exasperante. Su ira, se pudo apreciar, consistía más en saber que ella tenía razón que por otra cosa. Se largó a llorar y se encaminó velozmente hacia la puerta. Yo atiné a pedir algo que me salió del alma, algo sincero:

—No quiero que te vayas.

—¡Entonces deteneme! —gritó tirando su cartera al suelo—. ¡¡¡Entonces deteneme!!! ¡¡¡Entonces deteneme!!!

Se desplomó de rodillas, rendida, con lágrimas que le brotaban continuamente de los ojos. Fui a auxiliarla. Me sentí el peor ser humano del mundo, me sentí la escoria más vil y perversa que haya existido. Ella, entre sollozos, trató de articular:

—Nunca hacés nada para no perderme. Nunca hacés nada.

La abracé. Yo también empecé a llorar. Su mentón siguió sobre mi hombro:

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora