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La mencionada semana fue en la que hube de llevar a cabo los trámites del departamento. La burocracia, los gestos y proposiciones del rematador, los asentimientos del dueño y la pluma adosada a la mano del escribano, no me impidieron pensar excesivamente en Dolores. Me sentía un poco apenado por Ana María, cuando pensaba al respecto. Como un cobarde, como el más despreciable de los cobardes, intenté justificarme. "Se hubiese buscado alguien de su edad", recuerdo que formulé. Aunque la diferencia de edad, como ya ha sido mencionado, no era abismal, no aplicaba relación útil a mi conducta. "Fue solo una llamada y tal vez nos veamos, pero nada más" también pude pensar. "Yo no tengo la culpa que Ana María me haya conocido mientras yo buscaba a Dolores". Intenté, sin escrúpulo ni remordimiento alguno, atribuir mi manera como secuelas indeseables de los actos de Ana María; intenté expurgar la culpa de mi razón por ser una víctima del hábito de vivir. Simplemente perverso, impío, canalla.

A mi madre le confesé que me mudaría unos cuatro o cinco días antes de hacerlo. Su primera reacción fue de polémica perplejidad. Me miró con esa mirada que era muy suya, enarcando las cejas, sin comprender demasiado, tratando de deducir en mi semblante si se trataba de alguna broma. Pero era en serio. En aquel momento creí que debí haberle comentado lo que haría antes de comprar el departamento. Me acometió un remordimiento, un remordimiento que estaba asociado al arraigo maternal. La siguiente reacción fue de moderado enojo.

—¿Cómo que te vas a ir? —fue lo primero que dijo.

—Sí, me voy a ir. Ya lo compré al departamento.

—¿Ya está comprado? —enfatizó.

—Sí, ya está comprado. Me tendría que mudar en una semana más o menos.

En su rostro pude leer la desdicha; no sé hasta qué punto exagerada para hacerme sentir culpable. Culpable de comenzar mi vida. La justifiqué arguyendo que era una persona que se había separado, que su hija se había ido de la casa también, y ahora su hijo hacía lo mismo. La supuse totalmente desamparada. Eso me dio una tristeza terrible, inhumana. Además, como si nunca lo hubiese pensado, me sentí culpable de haber conseguido un crédito del banco y que mi madre no haya podido superar los préstamos usureros que les ofrecieron para el propósito de su divorcio.

Mi madre comenzó a inquirirme en un tono más suave:

—¿Con quién te vas a ir a vivir? ¿Dónde queda?

—Solo. ¿Por qué?

—Pero, ¿vas a poder pagarlo? ¿Tenés plata ahorrada? ¿Dónde queda el departamento?

—Acá cerca, en Sarmiento y Pasteur. Sí tuve unos beneficios de La Caja...

De un modo poco convincente declaré lo último. No le confesé lo del Banco Hipotecario. No quería que notara mi suerte. Seguí:

—En fin. Espero que no te moleste. Necesito mi espacio.

Vigilé su reacción que era un poco resignada, derrotada. Ahora una familia que había vivido en una habitación de poco más de cuatro por cuatro, estaba desparramada en cuatro puntos distintos del mundo. El tiempo parecía separar los cuerpos, regresarlos a su estado natural de soledad y lejanía.

—Bueno, está bien. Vos sos grande y sabés lo que tenés que hacer.

—Yo igual voy a seguir trayéndote plata. Para lo que se necesites —traté de apaciguarla.

—Como vos quieras. Luis me puede ayudar.

No supe si aquello fue sarcasmo. Además, introducir a Luis como recurso para dar lástima, me hirió. Comencé a enfrentar la piedad que sentía.

—Che, ¿por qué te ponés así? ¿Qué tiene de malo que quiera comenzar con mi vida?

Sentí en mi interior la voz de un dilema: "Claro, vos comenzá tu vida y destruile la vida a los demás, egoísta; a costa de la sangre de los demás estás donde estás". Yo, al fin y al cabo, me estaba defendiendo de mi propio juez.

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora