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La tarea de encontrar un abogado que se encargara de presentar la tentativa de divorcio frente a un juez, se tornó tediosa para mi madre. La presupuestación, en cada una de las consultas, proporcionaban las exigencias de altísimas sumas de dinero. Era de entender que nadie, en nuestra situación económica, podría financiar el pago. Con estas imposibilidades, era inminente la disipación de cualquier reciedumbre humana y, por ende, el abatimiento. Estaba siendo hostigada por una fortuita suerte que nadie elige: la suerte de haber tenido lugar su existencia. Tuvo, por lo tanto, que recurrir a la urgencia de los prestamistas.

En aquellos meses, ya con mi padre viviendo en La Boca, bien recuerdo que frecuentó en exceso reunión tras reunión. Los intentos de concertar una negociación favorable fracasaban y no hacían más que fracasar. Los presupuestos, bajo esta actividad, también eran evidentemente usureros. Esto todo me lo refería mi madre al llegar exhausta y atormentada. Todo terminaba siendo una forma enemiga: la usura, los marcos legales, artículos constitucionales ilógicos, las calles, las personas de las calles, las piedras de las calles, el extrañamiento y el abandono de todo lo querido de las calles. Tal vez recordaba a su Rosario mientras se dejaba en una silla.

Yo repetidas veces observaba el cuadro cuando ella me refería que no sabía qué había hecho mal, o sino, qué había hecho de malo para merecer esa contienda. El duelo emocional estaba incinerándole el espíritu. Los infortunios comenzaban a influenciar un encarnado y siniestro odio hacia su desdicha. Meses la hemos oído llorar sin retiradas inhibiciones; aquello dolía más que el acto de que estuviese sufriendo, dado que ya no le interesaba que otros sufriesen por verla sufrir. Eso hacía alcanzar un carácter más desgarrador aún. No era una ostentación de la desdicha, ni la demanda de ningún amparo: simplemente todo lo era demasiado para su razón. Ocasionalmente juzgué que se llenaba de arrepentimiento al pensar que tenía hijos. Me asustaba la cavilación de que podría ser cierto. Aquel sentimiento sería injusto e hiriente. El más hiriente de los pesares que podría diferenciar un hijo. Me aterraba invadir razonamientos en los cuales no sabría diferir las meras y paranoicas conjeturas de los más agudos aciertos que proporciona el mecanismo de la intuición o, peor todavía, el estar en lo cierto porque sí.

Gradualmente fueron dispersándose y perdiendo consistencia aquellos razonamientos, sin embargo. Los elementos empíricos que hacían tramarlos solo fueron, con la intervención del tiempo, diseminándose.

En uno de los días fue prominente y lo suficientemente significativa la cuestión como para poder recordarla. Mi madre tuvo un llamamiento con un prestamista y me decidí por acompañarla.

Me dirigí a La Piedad ignorando por qué me necesitaría. Nunca antes me había siquiera insinuado a necesitar una compañía. Bajé así las escaleras y nadie estaba en la galería que solía estar concurrida a esas horas. El día anterior don Ítalo estuvo, ayudado por dos muchachos, cambiando la hoja desvencijada de una puerta del primer patio. Miré para saludarlo pero estaba ocupado indicándoles algo de una bisagra herrumbrada o ese tipo de cosas. Yo, ahora, ya no recordaba la puerta anterior porque nunca la había observado curiosamente. No demasiadas veces había llamado a esa puerta; la madera parecía más hueca y deleznable que las que tapaban la mayoría de las habitaciones en el conventillo. Y variaba el sonido en la ubicación de los golpes.

Al traspasar la cancel y doblar hacia la izquierda, volteando llegué a ver por entre las fantasías de los hierros, antes de que el concreto me lo impidiera, a alguien que mateaba allá al fondo en el segundo patio y que no logré reconocer. En Chile doblé y caminé algunos metros por los adoquines, porque la vereda estaba obstruida por unas cajas y enseres que estaban trasladando algunas personas. Llegué hasta Perú por los adoquines; me crucé de vereda para pensar mejor. La noche en que mis padres nos confiaron la intención de divorciarse, olvidé que Emilio pudo haber venido sin siquiera saber qué me estaba sucediendo en el momento. De qué manera se me había transfigurado la vida; yo seguía como una recua con bridas que entorpecen la circulación las confluencias de las benévolas causas y los aún más condescendientes efectos. El acto de tener escrúpulos y venas y arterias y una vida sustentable en un cuerpo, me hacía un mísero temerario. Emilio no supo de esto días después; dejé correr, al menos, un mes para referírselo. Me extrañó esa reserva. Yo que me creía, luego de haberle contado lo del cuadro, capaz de confiar intimidades mucho más recónditas, me avergonzaba admitir cierto sentimentalismo y malestar por el tema. Era una decisión recelosa, innecesaria y hasta con un dejo de pedantería. Emilio se asombró de no haberse enterado antes. Supongo que él sintió el resquemor de no representar una figura lo suficientemente loable para ser partidario en semejante anécdota. Yo hubiese sentido lo mismo:

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now