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Allí, la intemperie de sus ojos que se miraban en mis ojos, contemplaba cada segundo de mi reposo. La conclusión era que Dolores existía como Dolores, o al menos, algo parecido que luego explayaré. Pero todas las confusas conjeturas de antaño habían sido demolidas, eliminadas de la abstracción amortajada de pensar. Esa mujer no era otra cosa que la persona que me había mandado todas esas cartas, que me había escrito todas esas líneas, que me había confesado todas sus impericias. Allí supe demasiadas cosas. Cosas que darían sentido a las cosas ocurridas.

Todo, a pesar del tiempo, había acaecido con prontitud, pues nada de eso me esperaba. Tenía a mi lado, acariciándome, luego de haber demostrado el cariño hasta donde lo pueden demostrar dos seres humanos, a la mujer más hermosa que jamás haya conocido. Estábamos; solo el hecho de estar. Indudablemente ella estaba: a mi lado, sobre una cama, entre cuatro paredes, en una provincia argentina, en un país, en un continente rodeado de océanos, en un punto irrefutable del universo...Irrefutable.

De súbito, saqué del cajón la fotografía que me había mandado alguna vez. Se la mostré, y ella se sonrojó, tapándose el rostro de timidez mientras reía. Dijo con extrema ternura:

—¡Qué vergüenza! No sabés lo nerviosa que me puso mandarte esa foto. No sé por qué lo hice —dijo con la voz apagada, sin retirar las manos de su rostro.

—Pero ¿vergüenza de qué? Si sos la mujer más hermosa que pude ver —fue mi devolución.

Me miró por entre la abertura de sus dedos y los juntó de nuevo. Esa mujer era lo más tierno que había sentido mi piel. Dejó ver su rostro al fin:

—Pasaron muchas cosas entre nosotros ¿no? —dijo poniéndose seria—. Yo te quería pedir perdón por todo el tiempo que te hice esperar. Creo que vos te habrás preguntado miles de cosas sobre mí, porque yo era la que te conocía bastante. Al menos mejor que vos a mí. Pero todo eso tuvo que ver conmigo, todo ese tiempo que te hice esperar. Yo tenía mucho miedo. O sea, tuve miedo hasta hace una hora —dijo riéndose, jugando con mis manos—. Incluso hasta que no empezaste a llorar me dije "no le gusté". Yo qué sé. Podía pasar eso. Y yo tengo tanta mala suerte que me podía pasar tranquilamente. Pero bueno, cuando te me acercaste supe que me habías aceptado. Te lo juro, ¡estaba nerviosísima! Pero quería que entiendas, que el temor a tu rechazo era lo que me había paralizado hasta hoy. No lo planeé mucho incluso. Hoy lo decidí, no tan temprano y te seg...Bueno...Eh...Bueno, ya lo dije: te seguí hasta acá.

No lograba asimilar la información. Todo comenzó a buscar el debido sentido. ¿Me había seguido? ¿Esa presencia ubicua que había sentido era ella? Pero aquella presencia la había sentido en varias ocasiones...Y en varios lugares. ¿Era posible?

Le confesé, riéndome, que había estado asustado. No le mencioné lo del sicario, porque aquello implicaría emplear una mentira sobre Ana María y no se me ocurrió ningún camino. Le comenté, además, que había sentido esa presencia en la 9 de Julio varias veces; tres veces por lo que recordaba. "Ah y una vez en Rosario" interrumpí antes de que ella comenzara su respuesta. Ella disgregó la linealidad del tema:

—Ah, ¿fuiste a Rosario? Yo también fui —esbozó con tranquila naturalidad.

Yo me entusiasmé pero seguí hablando de las presencias. No podía creer que había sido ella. La anécdota tenía como un retazo a sueño e irrealidad. Pero ella me detalló las ocasiones con minuciosa exactitud. Yo no estaba molesto, ¿qué me importaba? Estaba embelesado. Con el tono de su voz, con sus muecas, con su inocencia, con su espíritu juvenil. Entonces fue cuando me pidió que no me enojara con ella. Me hizo jurarlo por lo que más quería. Que ya me había explicado por qué nada se había concretado hasta entonces, y que la entendiera.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now