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Era realmente deplorable lo que me había sucedido. O, mejor, lo que yo mismo había generado. No había en mí, por lo visto, estado mental que pudiera abordar el asunto con algún análisis, con algún resquemor. Las cosas las había hecho suceder demasiado rápido. "¿Cómo me podrían perdonar?" pensé. "Pero, ¿y si me mintieron y sí son ellos?" insistí con desasosiego. No, ya no eran ellos. Leí en sus expresiones que no eran ellos; parecidas a las que Emilio había ejecutado. Cada uno con su idiosincrasia me había refutado corporalmente, más allá de las afirmaciones que me culparon. Me dolió verle en las caras una actitud definitiva. Aquello les fue demasiado a todos. "Si me hubiese pasado lo que a ellos, hubiese perdonado" dije intentando convencerme. Pero yo era alguien distinto a ellos, pero cada individuo, hasta que no le ocurre un hecho en carne propia, no puede prometer ni pronosticar ningún accionar. Sentí que esto era irrecuperable, que nunca más podría acreditarme el error y que me perdonaran. Al rendirme voluntariamente a reparar esa amistad, me desvié hacia otro asunto: Dolores.

Esa noche, escarnecido y débil, llegué a mi cuarto. Luis dormía. Como si no hubiese comprendido la gravedad de lo que les había hecho, pensé en ella. Ahora sí existía para mí; o al menos, un poco más que antes, porque había hasta entonces adquirido, en sus letras, los rostros de Méndez, de Alfredo y de Sonny. Justos, simultáneos. Para sentirme amparado por alguien que supuestamente me quería, para no sentir el orgullo herido de saber que amigos que apreciaba ya no me necesitaban, decidí responderle inmediatamente. Encontré un papel y escribí sin recordar mucho su carta anterior:

Dolores:

Yo también te amo dolores. Listo, me tenés. No te lo quise decir antes, pero me estoy enamorando de vos. Quisiera que nos veamos. Te espero este martes a las 10 de la noche en Corrientes y Uruguay, ¿te parece? Por favor confirmame. Espero tu respuesta.

Tuyo, David.

La guardé en el sobre y la dejé sobre la cómoda. El día siguiente, a primera hora, la despacharía en el buzón.

Todo fue muy triste. Esperé con ansias el martes. ¡Con un ansia infantil lo esperé! La necesidad de conocerla estaba cimentando una particularidad en mi querer; yo ya estaba rendido ciegamente a ella. Escapaba a la razón. No había una razón concreta o la había y no era una sino muchísimas como para articularlas y dividirlas en sentimientos. Lo percibía y era humillante. Estaba esperanzado con alguien que no conocía.

El lunes a la noche no pude dormir. En mi mente desfilaban escenas y respuestas y besos y participaciones de la dicha; yo la veía cruzar Corrientes, aproximándose, con tacos y un vestido, más hermosa de lo que me hubiese imaginado, con voz temblorosa que denotaba nerviosismo porque me quería y temía perderme: yo comenzaba a ser todo para ella y yo me sentía afortunado, muy afortunado, porque sentía que a su hermosura no la merecía, pero aun así ella me elegía entre tantos argentinos, entre tanta gente en el mundo, entre tantas bocas. Repetía las escenas con lucidez palpable, con agudo detalle. Mantenía las imaginaciones conmigo. ¿Cómo sería si era alguien?

En conclusión, llegó el martes. Me dirigí antes de la hora estipulada. El corazón me palpitaba con ferocidad mientras caminaba hacia allí. En las esquinas, dejando pasar el flujo de coches, era hasta audible el golpe en el pecho; la compresión en las sienes me abrumaba. La sangre llegaba con fuerza. Se añadía la incomodidad de poder cruzarme con los muchachos. ¿Qué hubiese hecho en aquel caso?

Faltando unas cuadras comencé a observar alrededor; intenté divisar a cualquier mujer que se encontrara caminando o detenida. Rostros y rostros acercándose a las vidrieras, ascendiendo, a lo lejos, de la boca del subterráneo; rostros a cuyos ojos yo era un transeúnte más: nadie importante. No había recibido ninguna confirmación, desde luego. Estaba concurriendo a oscuras, solitario, obstinado. Un ser humano se encontraría, a pesar de haber vivido toda su vida, con otro ser humano. Los dos, aparentemente, se querían. Quién sabía por qué. Solo se querían. Un ser humano concurría al mismo punto que otro ser humano con el propósito del diálogo, del amor, de sentirlo cerca y propio y de nadie más, mientras otros seres humanos caminarían por la misma calle sin esa suerte, bifurcándose la circulación de personas por ellos dos, que se miraban, detenidos, a los ojos y obstruían el paso.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now