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Llegué bastante tarde a mi casa. Hacía más frío que antes. El picaporte de la puerta estaba casi helado. Me pasé la mano por la frente para ver si tenía fiebre. El mero acto de haber atravesado esa puerta fue una suerte de recomenzar. Las cosas estaban extrañas a mi alcance. Yo era un huésped dentro de una piel, que estaba dentro de una habitación, dentro de un departamento, dentro de una ciudad diferente a Lomas de Zamora.

Dejé la fotografía de la supuesta Dolores en un cajón. Evadí esa mirada; supe que me heriría verla tan bella y dichosa. Ella, en esa captura, había sido feliz. Yo también había sido feliz alguna vez en mi vida. Pero ¿qué importaba esa felicidad si yo en aquel momento estaba anclado a un período desventurado, tal vez el más desventurado de mi vida? Es que no sabía lo que me esperaba con el correr de los años. Sí que no lo sabía.

Pasó un rato hasta que noté en verdad que los objetos estaban raros, sin metáforas, a mi alrededor. Las cosas se encontraban más desordenadas de lo que recordé, o de lo que creí recordar. Revisé con detenimiento. Me paré en medio de mi habitación. Salí de la habitación y repetí mi entrada a propósito. La primera impresión fue darme cuenta que las cosas estaban revueltas...Y no por mí. Allí había estado alguien. Revisé todas las escasas pertenencias de valor. Todo intacto estaba, en sus respectivos lugares. Luego, me fijé el cajón de las de valor sentimental. Estaba atorado. Los rieles estaban desencajados. Yo nunca había hecho eso, sabía cómo hacer para que aquello no sucediera. Con fuerza lo saqué. Allí, donde yo escondía todas las cartas recibidas por Dolores, estaba vacío. Completamente vacío. Habían estado ordenadas, también, las copias que yo hacía de las mías. Mi rostro se tornó desvaído. Yo estaba tocando algo que alguien había tocado. Me sentí invadido, asediado, acorralado. Miré alrededor y comencé a buscar, con el cortaplumas, a alguien. Rogué al cielo que no hubiera nadie, dado que con el ánimo y el extrañamiento que sostenía en el alma, hubiese dado muerte a cualquiera. Pero por suerte no sucedió a mayores.

Ciertamente alguien había estado allí y me había robado las cartas. Aquella persona —me pareció lo más probable— había sido Ana María. No había motivos para sospechar de alguien más. ¿O mi madre? No, no tenía sentido. Era definitivamente Ana María. Pero ¿cómo había entrado si no tenía mis llaves? La puerta no estaba forzada; la ventana del balcón francés daba al patio interior y estaba muy elevada; era sumamente arriesgado, sino imposible, treparse con destreza suficiente como para no terminar con los sesos fuera de donde deberían estar por la caída desde un quinto piso.

Me tomé la cabeza. Eso era peor de lo que podía imaginar. Un viaje infructuoso hasta Lomas de Zamora solo para comprender que Dolores no vivía allí y que probablemente no existía, ¿y ahora Ana María había robado mi correspondencia? La circunstancia me excedió, en verdad me excedió. Caí sobre la silla con las manos aún sobre la cabeza. Si Dolores existía, su localización se había alejado tanto como un horizonte nunca obtenido ni disponible a obtención. Recordé un pensamiento: ¿Ana María podía ser Dolores? Era absurdo, desarticulado. ¿Pudo haber entrado Emilio? No, no tenía sentido alguno. Formulaba esa hipótesis por la desesperación y el desconsuelo. Estaba arruinado sin dudas. Un juicio crítico se instaló en la copiosa actividad mental: yo me merecía eso. Me merecía cosas aun peores. Dañar a las personas que quería había sido el ápice de mi deshonestidad. Yo me merecía eso y más.

En un arrebato de desesperación alcancé el teléfono. Disqué el número de Ana María que ya sabía de memoria. El tono me hizo esperar impaciente. Corté y llamé de nuevo. Al fin me atendió una voz ahogada y débil:

—Ana, ¿sos vos?

—¿Qué querés? —articuló vagamente en medio de un sollozo.

—¿Estás llorando? —pregunté sabiendo la respuesta.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now