10

1 0 0
                                    

El turno de mi receso en La Caja fue programado para la primera semana de febrero. El de Emilio, él mismo pudo hacer que se lo otorgaran en aquel mismo período, pero algunos compañeros lo necesitaban imperiosamente. No hubo ningún reclamo. Yo, en consecuencia, decidí ir solo. Me alojaría, por lo tanto, en casa de mi tía Victoria. Era la primera vez que le oía la voz cuando levanté el auricular del teléfono; era muy parecida a la de mi madre, por cierto. Habíamos quedado, de esta manera, que estaría allí unos cuatro o cinco días, si no sentía que ya estorbaba.

Desde casi un mes antes, los viernes a la tarde, venía recurriendo a la calle México, a la Biblioteca Nacional. En el sector de Referencia hubo un bibliotecario muy amable, de nombre Salvatore Tarrío, que me ayudó con lo que necesitaba. Era un señor, según lo recuerdo, de unos sesenta años, con una barba a lo Unamuno e, indefectiblemente, usaba siempre una corbata con diseño Paisley. Le simpaticé porque su esposa era empleada en La Piedad. Ignoro cómo fue que evocamos aquellos comentarios, pero sentí una sincera gratitud por Salvatore; una gratitud que acerca a la fraternidad, a la confidencia. Hay personas que simplemente somos nosotros existiendo en otro cuerpo, en otras vivencias.

En fin, recopilé mapas, información regional, una guía turística y algunos estudios geográficos de Santa Fe. De ser sincero, debo recordar que no encontré mucho; el contenido del mapa me excedía y ya no entendía qué estaba buscando. No obstante, fingí haber estado satisfecho con los resultados, solo para complacer el trabajo de Salvatore, porque me había ayudado con benévola dedicación. Ubiqué y me anoté, de todos modos, un barrio y un arroyo.

El cuatro de febrero a la mañana, ya con la valija, la cámara fotográfica y el boleto juntos, me senté a contemplar el cuadro. Lo contemplé como si me prepara para un triunfo, para una redención, acaso. Ya había aclarado el sol y entraba la luz por una hendija. A las nueve de la mañana, una hora antes de la partida, fui saliendo para Retiro. Mi madre no me acompañó hasta el Mitre, pues ya estaba en la tienda, pero la despedí antes que se vaya. Luis seguía durmiendo. A mi padre ya lo había visto el día anterior.

En la barranca que rodea Plaza San Martín resbalé y casi caí; me reí mirando alrededor por si alguien me había visto. Me reí con una carcajada que denotaba felicidad.

En el hall presenté mi boleto y me dirigí hacia el andén 6. Conseguí un asiento contra la ventana. A mi lado se sentó un hombre que leyó la mayor parte del viaje; todo lo que de soslayo atiné a leer fue: "¡Pero no duden de que los símbolos están aquí!" y también "...encontraría la explicación en el interior." y también "Sin firma, sin dirección, sin fecha". Lo que restó del viaje no me costó descansar, puesto que un repentino insomnio me había dejado desvelado casi toda la noche. Cuando el sol estuvo alto, saqué de mi bolsillo derecho el papel con las anotaciones de la calle, el número, el barrio, algunos puntos de interés; leí cada ítem, una y otra vez, cuando la llanura dilatada no decía más que llanura dilatada.

El viaje me pareció demasiado duradero, pero no tedioso. A pesar de la monotonía metálica del sonido y de la extensión seca que se desplazaba poco en lo lejano del horizonte, yo, que nunca había viajado durante tanto tiempo, encontraba algo agradable en el entorno. Ocasionalmente abriría los ojos ya menos fatigados y divisaría estancias y cascos; denominaciones de algo que veía por primera vez. El pensamiento era así: "Los árboles de la finca que estoy viendo ahora mismo nunca los he visto". Cedía a la proliferación de divagaciones, de la recompensa de la naturaleza, de la íntima alegría. Me agradaba rendirme a la sencillez de estar siendo feliz por solo eso. Lo cual prometía un asombro mayor a las cosas que me depararía Rosario y mi designio.

A punto de detenernos en la estación de Baradero, casi a mitad de camino, recordé la vez que conocí a mi abuelo; recordé el viaje y los árboles que se sucedían y que no tenían aroma a árbol porque estábamos separados por un cristal. Me pregunté cómo serían mis primos, cómo mis tías, cómo la parte alejada de los Grigutis. Me pregunté, además, cómo serían las calles, las vicisitudes de sus calles. Buenos Aires me había acostumbrado a precisarla. Nuevamente reaparecía el sentimiento de estar dilucidando y meditando algo que nunca había meditado. Estaba componiendo en mi pensamiento una nueva frontera.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now