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David:

Llamame a este número: 4578—6932 el lunes a las 19:00. Ni un minuto más ni uno menos.

Te ama con todo su corazón, Dolores.

Súbitamente el ardor de la sangre recorriéndome cada cavidad del rostro me acortó la respiración. En mis manos estaba la consecuencia de lo que había escrito alguien. En tinta y todo. Y esa persona, la que creí irrecuperable, aparecía nuevamente en mi vida con una propuesta más valerosa que las que alguna vez había tenido. Esa persona había hecho correr la pluma; aquel mismo y exacto era su trazo; por aquel surco azul, por aquel ceder del papel, por aquel hundimiento, había transitado algo que ella tocaba. La había recibido un viernes de agosto.

Al leer la carta, me sentí vencedor. Ignoro el motivo. Habían transcurrido meses y meses de nuestro último intercambio. Era mucho tiempo. La primera sensación, a decir verdad, fue de contento. Eso fue lo que juzgué. Fue lo que pude considerar de una manera no racional. Ella, la desconocida, volvía. Es decir, las contingencias de conocerla se acumulaban. Además, fue lo más parecido a una evidencia de que esa persona adquiría cada vez más entidad. Existía de un modo más concreto, más humano. Alguien —digamos un hombre— con intensiones de burlarse de mí no gastaría tanto tiempo de su vida en articular todo ese escenario en el cual yo era la víctima. Pero ¿por qué no podría ser esta la excepción? En el mundo hubo, hay y habrá gente lo suficientemente demente como para cometer cualquier tipo atrocidad. C-u-a-l-q-u-i-e-r tipo de atrocidad. Pero ¿por qué justo a mí? ¿Porque había simplemente respondido aquella primera vez? Yo, que había vuelto repetidas veces a la hipótesis de que se podía tratar de mi prima o de alguna de sus amigas, me pareció un exceso. ¿Entregar la carta en Lomas de Zamora para luego mandarla a Rosario? ¿Tendría una amiga en Lomas de Zamora? Aunque parecía correr el albur de la incoherencia, no descarté ninguna conjetura. Ni la más mínima.

Ahora bien. ¿Con qué intenciones volvía Dolores a mandarme cartas? Me harté de pensar. Solo procedí a sentir y listo. El coloquio se reanudó cuando decidí terminarlo. Recordé la presurosa manera en que con Ana María terminamos juntos mirando el techo, agitados en el relajo del orgasmo. Ello había requerido nada más que vernos cinco veces en total. Me di cuenta que debía recordar que yo estaba decidido a ir a Lomas de Zamora para inspeccionar cuál era la aparente casa de Dolores. "¿Debería ir?" me pregunté en voz alta para que la abstracción del tema no se me perdiera. El solo acto de ir requeriría en mí la predisposición de un coraje nunca antes sentido dentro de mi pecho. Ya aquello, lo sabía, no era ninguna exageración.

Pero, repensando todo este cúmulo de eventos y casualidades, fui llenándome de ira. Todo era muy injusto, al menos para lo que venía sucediendo en mi vida. Dolores había reaparecido luego de meses y meses de incomunicación justo cuando yo comenzaba a reconstruir mi integridad. Yo comenzaba a ser gratamente prisionero de la dicha y ella tenía el descaro de reintroducirse en mi camino. De algún modo la sentí un estorbo. Probablemente este último pensamiento fue una decidida venganza por haberme sentido yo mismo un estorbo en medio de la vereda aquel martes a la noche; yo la esperaba y el movimiento de gente debía bifurcarse por mí, solo por mí, porque yo ocupaba un espacio en el universo pero no de un modo feliz, digno, sino de un modo putrefacto, miserable e inútil.

Cifrando y eliminando lo dicho, si yo llegaba a responderle o a llamarla, ella de algún modo tendría el control sobre mí: esa persona decidía ir y volver sabiendo que yo siempre estaría. Era un abuso del dominio. ¿Qué debía hacer? Y lo más penoso: ¿Cómo me apuñalaría mi conciencia sabiendo que yo comenzaba a ser importante para Ana María?

Pensé para tranquilizarme: "Es una llamada. Tranquilamente es una persona como cualquier otra". Algo en mi fuero interno me decía que yo era un traidor, una escoria.

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora