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Mi hermano ya no se encontraba en la cama contigua cuando desperté. Había yo olvidado totalmente la carta doblada sobre mi pecho. Cayó al suelo cuando me moví. El recuerdo vago y distante me llegaba: "comenzó en las obras con su padre". Yo no había escuchado porque, apoyados los codos sobre la mesa, sostenía el sobre de caligrafía muy prolija con ambas manos. Recogí la carta y la releí como si la experiencia del asombro se hubiese tratado de un sueño perteneciente a un plano distinto; fui rememorando la portentosa situación a la cual me habían dirigido esas letras. Destruí la carta en tiras casi uniformes y la tiré a la basura. No me pregunté si habría obrado mal; solo traté de olvidar el muy arrojado intento del contenido.

Cumplida la semana pactada con el estudio de revelado, luego de la jornada en la oficina, me dirigí hacia la calle Florida. Emilio ya había entrado en sus vacaciones, así que no obtuve oportunidad alguna para referirle las menudencias acaecidas en Rosario, en Saladillo Sud, en las calles que no eran Buenos Aires. Tuve que volver una cuadra al decidir pasar, repentinamente, por la marquería de los Rivarola. Estaba solo don Pascual, como era de esperar.

Allí, aunque era un día caluroso, le acepté el convite de unos amargos. Charlamos algunos minutos en cuyo período no llegó ningún cliente. Preguntó por mis vacaciones, por el ambiente del banco, y algunos pormenores más. Él, por su parte, me contó que Emilio se había ido a veranear a Mar del Plata con unos amigos. "Quizás los conocés" me interpeló. Los nombres no me sonaron, sino uno. Había material nuevo, observé mirando las paredes. Al despedirme y encaminarme hacia la puerta, cuando don Pascual ya no estaba a la vista, contemplé unos instantes el cuadro. La luz esparcida por el horizonte, el viento de la ribera, la fruición de lo que es bello para siempre; todo se me agolpó en el pecho recordando. Nadie sabía en el mundo que yo sentía aquello. Dicha certeza no me generó ánimos de comunicarlo. Aquel arcano y adorado hecho era cierto, tan incuestionable como el acto de haber comprendido todo con un cuerpo.

Al traspasar el umbral reflexioné que había examinado primero una réplica diferente a la que yo atesoraba, a la que yo le había dedicado tanto tiempo y afecto. Fue como si hubiese entregado los laureles a otra pintura, a otro ocaso. Abandoné la minucia por creerla tal vez hasta perniciosa. Agarré Corrientes e intenté buscar la sombra.

Llegando por Florida a Diagonal Norte, divisé el letrero sobre el dintel. Era cierto que no había reparado en ningún posible infortunio, en ninguna posible atribulación. Entré. Aclaré que tenía un pedido de revelado a nombre de David en tales y tales medidas. Aclaré el percance que nos había demorado, también. El señor, que me reconoció, volteó a buscarlo antes de que yo terminara la larga e innecesaria frase. Esperé divagando los ojos por el lugar y los estantes. Había fotografías de lugares que no llegué a reconocer; dos parecían ser, al aproximar la vista, una captura elevada del puerto; otra, era evidente, el obelisco en construcción. El hombre volvió con una envoltura en la mano. Casi me da un vahído cuando esbozó algo como:

—Mirá. Algunas no salieron. Como bien me dijiste, se te veló el negativo. Pero, pero...—repitió con énfasis— pude salvar algunas a las que no le llegó completamente la luz.

Abrió el sobre y sacó el rollo; luego, las ampliaciones. En esa confusión escrupulosa y secreta que genera la exposición de una irrevocable adversidad, hice cálculos observando cuáles fotografías faltaban; es decir, no quise demostrar cuánto estaba sufriendo. "Perdí todo" me repetí hacia adentro. Las desordené sobre el mostrador. Las examiné con cuidado: el arroyo Saladillo con muy poca luz; el arroyo Saladillo con aún menos luz; mi prima y yo en el borde de la fuente; la Basílica (noté) totalmente velada; otras casi iguales del monumento de la Plaza San Martín (algunas desenfocadas); Pilar y Lisandro casi irreconocibles por el velado...En fin. Eso era todo lo que podía retener de la falible memoria humana. Resignado hice un ademán. El hombre, con ambas manos sobre el mostrador, me siguió todos los gestos:

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now